Se fue del PRI el doctor José Narro Robles. Sus terapias intensivas, al final, fueron despreciadas. Fue un priísta diferente, pero no se pierda de vista que también esencialmente priísta; esto porque puede empezar ahora la leyenda de una glorificación postmortem, como la de Colosio. 

El hecho mueve a reflexión porque nos recuerda una pregunta: ¿hasta cuántas rupturas puede tener el PRI y que signifiquen algo más allá de lo oportunista?

Para mí, la única ruptura histórica fue la de fines de los años ochenta, encabezada por Cárdenas y Muñoz Ledo, principalmente. Después vinieron otras, pero alimentadas por la búsqueda mezquina del poder y sin proyecto alguno. Entre ellas se cuentan las que encabezaron los que se vendían caro y con la amenaza de desertar para que les dieran gobernaturas, senadurías, diputaciones, alcaldías. 

Un futuro previsible del PRI es que vuelva por sus fueros en una materia en la que es docto: partido satélite, servicial para continuar en la senda que frutos le dio al antiguo PPS, PARM, Verde, y ahora Encuentro Social, más los que se puedan acumular. 

Cuando un chihuahuense se pregunte qué será del PRI en esta tierra norteña, ya puede contestar –si lo desea con cara arrebolada– que su futuro (hablo nada más del posible tiempo) estará en manos de los duartistas, que con su jefe expulsado y todo, es imposible desterrarlo porque forma parte de su ser de manera indisoluble. 

Pongo un ejemplo: Graciela Ortiz, que fuera la secretaria general en el gobierno de César Duarte, auspicia la llegada de un campechano a la Presidencia nacional. Y nada más explicable: ingresó a la política al abrigo y amparo de la ursupación baecista y se suma al fraude campechano. 

Quizá siga soñando –no cuesta nada– con ser gobernadora de Chihuahua algún día, pero el espectro sangrante de la mártir Marisela Escobedo Ortiz siempre la va a esperar a la puerta principal y a la entrada del Palacio de Gobierno para cerrarle el paso.