El caso César Duarte se ha banalizado a tal extremo, que ya prácticamente a nadie le interesa, salvo a la gobernadora Maru Campos, que no sabe qué hacer con el espinoso asunto que la involucra y que, llegado el caso, le acarreará de por vida el desprestigio de haberlo puesto en libertad, quizás empezando por una modificación a la medida cautelar, que le permita al tirano ir a mover los hilos de su liberación desde la comodidad de su casa.

Los medios comprados por el gobierno estatal han contribuido a esa banalización. En primer lugar porque sus notas son la paja del escándalo: que si Duarte está o no enfermo, que si entró o salió de un hospital, pero nunca acerca del fondo de la corrupción sexenal que padecimos los chihuahuense de 2010 a 2016.

Aquí el elemento clave es la imploración de piedad para el “desvalido” Duarte. Él quiere que le tengamos lástima, que creamos que bendice a Chihuahua, y hasta llora frente a las cámaras, en la entrevista que le hizo Antonio Payán para el periódico digital Omnia, en el cuarto de hospital, supuestamente postrado en una cama, que Duarte aprovechó para convertir en su nueva tribuna.

El cien por ciento de la entrevista es una especie de informe de gobierno de Duarte, cargada de nostalgia, de cuando practicaba aquella la máxima de que “el poder es para poder”. El periodista –de alguna manera hay que llamarlo–, asumió el rol de los libretistas de teatro, que se colocaban en la concha del escenario para que los actores fueran siguiendo el apego al guión y el actor no se equivocara. En otras palabras, Payán actuó como el equivalente moderno de un teleprompter.

Una farsa más. Duarte, llorón, parlanchín y confiado en su pronta liberación.