Ramona, querida hermana:
Para estar juntos, ahora que cumples ochenta años, te escribo esta misiva. ¿Recuerdas que Don Carlos, nuestro padre, tenía el hábito de enviarnos cartas aprovechando cualquier oportunidad? La que ahora pongo en tus manos para mí es significativa, aunque se quede en los confines de lo íntimo y tarde o temprano la evanescencia que produce el tiempo en las cosas de la gente sencilla pase, erosionada, al enorme archivo del olvido.
Naciste –nacimos– en una provincia remota, florida, con ríos, de ensueño. Un microcosmos, diría Claudio Magris, que tenía su centro en el suntuoso Hotel Hidalgo con su aroma a Alsacia, nos decían. Nuestra casa, de sólidos cimientos y adobes batidos con una técnica casi de ritual inexplicable, cargados por prodigiosos albañiles poseedores de milenarios secretos, se levantaba enjalbergada con arena y cal en la calle Centenario de Camargo, convertida en un lugar de flores y enredaderas, y pájaros libres y cautivos.
En comunidad, ese sitio siempre se comunicó hacia el exterior al compás de los campanarios: el sacro, del antiguo Santuario de Guadalupe de los laicos y aguerridos, era el silbato convocante, un alfil roturado por donde emanaba un vapor ululante que daba la hora y le marcaba tiempos a los asalariados de la textilera del siglo XIX, casi de la primera Revolución industrial. El otro, el municipal, era, y es hasta ahora, nuestro reloj público, que segundo a segundo ha visto mucho más de un siglo a nuestro Camargo natal.
Ese pequeño orden (no quiero repetir microcosmos) lo recordarás: se movía para nosotros al ritmo de la modesta industria familiar, del pastillaje precioso que con diestra y barroca mano colocaba nuestra madre, Hortencia Chávez, en los pasteles nupciales, en el grato ruido pertinaz de una imprenta y el inconfundible olor a tintas que invadía la casa entera y que nosotros percibíamos como un dulce perfume.
Además, ahí había política y periodismo, sindicalismo y cine, que fueron los cuatro jinetes que montamos desde pequeños, con frutos y marcas de vida diferentes en la estirpe familiar que integramos tres hermanas y cuatro hermanos, la pareja matrimonial y la querida abuela paterna, la jalisciense Pascualita De Santos, de todos nuestros amores. Habitamos, lo has de recordar, una casa espaciosa, viva, bulliciosa, con jardín, en la que se trajinaba todo el día y nos prodigaba, en una especie de refectorio, deliciosos manjares que sólo por excepción se empobrecieron, como en aquella etapa de hambre que azotó al país entero y teníamos que ir a la estación del ferrocarril a recoger la ración de alimentos, “patoles” les llamábamos, no sé porqué, quizá por no ser los frijoles ordinarios a que estábamos acostumbrados. El gusto de estar juntos mitigaba la adversidad.
Decía León Tolstói, no me preguntes ahora dónde, que “todas las familias felices se parecen entre sí”, y agrega: “cada familia desdichada lo es a su manera”. Si esto es así, costará mucho más trabajo conocer a las segundas por su diversidad que a las primeras, que se les tiende a encomiar para edificarlas en las fortalezas de la tradición, tan cara para muchos, para ti. En casa hubo momentos de dicha y también de adversidad y tristeza. En realidad, nada excepcional en nuestro caso.
¿Has pensado –espero que sí– en las ventajas que derivaron en nuestro favor las soledades padecidas por nuestra madre y nuestro padre en la etapa temprana de sus vidas? Don Carlos fue huérfano de padre, fue campechano por accidente y creo que eso se debió a que mi abuelo fue a dar a la península por ser bandolero en las inmediaciones de Encarnación de Díaz durante el porfiriato; por tanto, siempre fue atendido por nuestra abuela hasta sus últimos días en que sus propias fuerzas le asistieron. Mamá fue huérfana de nacimiento y de padre ausente, aunque querido y añorado, y la forja que tuvo para su vida –no fue poca cosa– fue troquelada y hechura de su abuela paterna, Doña Teófila Torres, que, lo sabemos por las conversaciones familiares, fue de una reciedumbre a toda prueba. Ese pasado, tengo para mí, los hizo más sensibles para tratarnos bien, como el centro de sus vidas, a educarnos, así fuera con todas las limitaciones de aquellos tiempos y con los resultados dispares que luego nos afectaron a querer y no.
En mis recuerdos, la religiosidad nos ocupó de manera muy laxa en una primera etapa, para mí hasta el momento en que me separé para siempre del rebaño; luego vino una etapa de entrega empeñosa de nuestra madre y mayormente de las mujeres. Nuestro padre, convencionalmente católico, más se inclinó hacia una postura liberal derivada de su admiración a Juárez y su inclusión en el PNR, primer nombre de lo que después llamaron “PRI”. Nunca fue masón ni anticlerical.
De las misas y demás expresiones de ritos y liturgias me llamaban la atención las reglas del ceremonial y gusté de escuchar a monseñor Carlos Amezcua. Era imponente, duro y curtido en la cristiada. Su pasión se advertía en su español y hasta en su latín. Aquí hablo de formas: buen orador sagrado, me impregnó por un rato de la idea de que los curas eran chatos, luego supe que nada más así era su cara. De aquellos años recuerdo que se tenía al papa Pío XII como la figura eterna de la que nos daba noticia una estampita de cuando asumió el cargo pontificio. Duró muchos años y casi cobró cotidianidad su alto cargo. Lo empecé a advertir en su tiempo: me simpatizó más Juan XXIII, aunque esto fue ya a la distancia. Ahora lo tengo en calidad de gran reformador al que no dejaron ser, pero soy un lego en la materia para hacer estas afirmaciones. Pero, bueno, eso poco tiene que ver con nuestra cercanía, alimentada por esta correspondencia, diría papá.
Don Carlos fue un trabajador como pocos. Dos empleos, una jornada que se extendía hasta quince horas diarias. Fue a un mismo tiempo impresor, director y redactor de varios periódicos, líder sindical y político y cácaro en el Cine Alcazar, donde tu fuiste taquillera una temporada, y además emprendía proyectos especiales como publicar anualmente “Las Calaveras” (muy esperadas en noviembre y muy temidas largo tiempo) que le daban ingresos para mantenernos con sobriedad, pues todo eso no alcanzaba para mucho. Quizá por su orfandad, siempre nos colmaba de buenos regalos el 25 de diciembre, como aquel que me enviaste, furtivamente, al árbol de navidad a medir la cantidad y la calidad de los regalos y regresé a comunicarte que había una pequeña muñeca negrita que advertí –hoy no hay sagacidad en esto– que era para ti y no me equivoqué. Cada vez que recordamos esos momentos siempre nos gana la risa y la emoción. Con esos sencillos hechos empecé a comprender que eres la cabeza de todos, o si prefieres un eje en torno al cual girábamos, reconociendo tus sacrificios y los dolores siempre asociados a ese puesto de “mayor” que te hicieron especial y que además nunca te llevaron a pretender eso que llaman “mayorazgo” y que, como sabemos, sólo podía corresponder a una figura masculina.
Ahora te lo agradezco. Si no hoy, cuándo. En especial quiero dejar constancia de las veces que me protegiste en el patio de la escuela, en mis muy frecuentes riñas que sostuve. Cuando me “sacaban el mole” –así se decía– añoraba tu presencia, y siempre advertí que llegabas, movida por un fuerte instinto, justo al momento en que me iban a derrotar, lo que probablemente me dio callo porque después, ya en la vida real, y no es que esta no lo fuera, no tuve ese ángel protector. Y no lo lamento, qué bueno, porque como luego dicen, “más reveses da la vida”.
Y qué decir de tu fiesta de quinceañera: llenaste el patio de la casa con amigos y amigas y entonces fue que oí cómo los valses de Strauss y Rosas se mezclaban con otros ritmos como el mambo y el naciente chá chá chá, provocando un escándalo proverbial. Para monseñor Amezcua, Pérez Prado era un íncubo. Fueron los tiempos en los que el amor asomó a tu ventana. Cómo no recordar que en la casa había un par de desgastados libros: María, de Jorge Isaacs, y Apuntes de un lugareño, de José Rubén Romero, pues ambos tenían que ver con las expresiones que ha buscado Eros para conseguir adeptos, pero ya inútiles en la era que despuntaba con Brigitte Bardot.
Pronto llegaría tu boda y la mazorca empezaría a desgranarse. Disolvimos entonces el destartalado grupo de canto que formamos sin más instrumentos que unas claves y unas maracas. Sin que percibiéramos un toque racial, la canción que más cantábamos era aquella que aún lleva esta estrofa: “Hay una cosa, muy negra, en tu vivir, que roba lo que ya fue mío…”. No era nuestro fuerte, pero nos daba alegría pretender imitar a los cantantes, principalmente tríos, que veíamos en el cine, o a las rumberas siempre proscritas pero muy santitas para mí ¡Oh, Ninón Sevilla!
Muchas cosas entraron a nosotros por nuestra puerta embragada a la calle Centenario, otras ya estaban dentro desde tiempos pretéritos, y con ellos pergeñados los destinos que nos buscaron a unos y a otros. Para ti, marcado por ese pasado de género, se presentaron las alternativas del corte y la confección y demostraste habilidades y pericias al igual que en el dibujo. La cocina y el salón de belleza eran posibles puertos de llegada, y ya muy sofisticadas se ofrecían las posibilidades de enrumbar como auxiliar comercial, emprendiendo la carrera de la mecanografía (fj fj fj fj…), las dificultades de la taquigrafía Gregg y el aprendizaje de los gramálogos. En la casa te recuerdo compaginando pliegos impresos del periódico de papá, “Ecos de la semana”. Todo eso se terminó con el matrimonio y la maternidad, qué te voy a decir.
La tristeza nos afectó cuando partiste a un pueblo lejano llamado Jilotepec. Nos parecía que te habías ido al fin del mundo, de donde regresaste a prodigarnos nietos y sobrinos, con los niños que trajeron de nuevo el bullicio que vivía en el recuerdo al lado de nuestra madre y nuestro padre.
Siempre fuiste –has sido– una pieza central en la familia y la solidaridad contigo fue constante y recíproca. Tus hijos fueron la alegría de sus abuelos, en especial cuando escenificaban sketches y sainetes, cosa un poco más que ordinaria en una casa donde el cine obligaba al afecto y al cultivo por la teatralidad en el mejor sentido. Pero de todo una cosa te distingue hasta ahora, querida hermana, una sola que sale a la vista de todos los que te queremos: tu enorme capacidad para resistir lo adverso y la depresión, que a ratos parecieron siniestros. Ganaste esa batalla de manera sostenida, como ejemplar guerrera, más cuando murió Héctor, tu esposo, y luego Héctor Francisco, tu hijo. ¡Qué pasta humana!
Sé que eres profundamente religiosa, tanto que hasta yo te regalé una vez una biografía de San Francisco de Asís en lugar de alguna profana de mi predilección, y no pocas veces me ha llamado la atención las formas que tienes de asumir tu cristianismo, católico de sepa, como algo más que un simple rito herramental cargado de convencionalismos. Creo que esto lo aprendimos en la casa, estoy seguro; aunque yo emprendí ruta distinta cuando me desprendí en decisión irrevocable de esa senda. Mi afán ahora es sólo dar testimonio. De alguna manera llegamos a puntos convergentes.
Tu vida me recuerda siempre una carta, esa sí, bien escrita, del escritor Henry James, el notable novelista autor de Retrato de una dama. Voy a parafrasearla en su texto señero e incluso me atreveré a complementarlo para ti, sólo para ti: el dolor suele llegar en grandes oleadas, tú lo sabes, Ramona, mejor que todos tus hermanos, porque quedaste en pie, porque fuiste más fuerte. Y sí: hay que ser fuerte, porque el dolor pasa y nosotros permanecemos. Aquí sí no resisto la cita textual porque te caracteriza: “Lo único es no fundirse en el instante”. Esa lección de vida que nos has dado la llevo siempre en mi corazón y te lo digo a manera de proteger con palabras que para mi, tu hermano que te quiere y admira, como dice un salmo, te agradece que por mi nunca dormitaste cuando de tu mano corrió brindarme cuidados, que siempre me llevaron adelante.
Bienvenida seas a tus ochenta años.
Llegaste a un mundo en guerra en 1940 y ahora, en medio de una tormenta atroz, pueblas con tu persona un mundo más complejo y preocupante, amenazado de nuevo por caer a un barranco totalitario, esa lepra del alma, por la ausencia de fortalezas ciudadanas. No olvides que tú y yo estamos llamados a cuidados extras, nuestros corazones están tocados; hasta parece que en eso nos persigue una especie de romanticismo, que es bien y mal de esta patología familiar de naturaleza cordial.
Hablo de ese lugar enmarcado para algunos como asunto privativo de grandes, que en realidad no es fácil ni tratándose de una vida aparentemente sencilla como la tuya, y de la especie que debiera abundar por el mundo en mayor caudal que el del Río Conchos, que de niños visitamos y que ya no existe.
Siempre tuyo, Jaime.
PD: Siempre conjeturamos que tu nombre, muy común, se tomó de la canción “Ramona”, cantada en el mundo entero y que cautivó a Don Carlos cuando la escuchó en el cine, en voz de la bella Dolores del Río en memorable película de 1928. Te doy este link para que la escuches: ESCUCHAR AQUÍ
Gracias por tan bella carta…