El tratamiento de los cambios que se están obligando al interior de la Auditoría Superior del Estado da pena ajena. El nuevo titular, Ignacio Rodríguez, no es delincuente. Y si lo fue, también lo son los diputados que lo nombraron y protestaron su nuevo encargo. También reprueban en esta designación los grupos del Partido Acción Nacional enfrentados en el seno del Poder Legislativo que no supieron –o no quisieron– hacer una tarea elemental: revisar los requisitos de sus cuadros.

Como sea, la autonomía de la Auditoría Superior es la que está en juego y, como rebote principal, una ciudadanía estupefacta y decepcionada ante las decisiones ocasionalmente infantiles en las que incurren quienes se asumen como sus representantes.

La falta de solidez en este tipo de trances generan desconfianza en las instituciones, y la ausencia espontánea de la bienamada participación ciudadana que todos los políticos en el poder quisieran plena, obediente y elogiosa, se topa con una realidad concreta a la hora de decidir artificiosamente quiénes serán sus representantes. Y si a eso le agrega el despiste de nivel primaria en la que incurren los legisladores, tenemos malos resultados para una ecuación bochornosa y abyecta, repartidora de infamias al por mayor. Es el caso de “Nacho” Rodríguez cuyos errores ajenos, de pronto, lo convirtieron en el malo de la película. A ver cómo reparan este entuerto, el nudo gordiano que se quiere resolver simplistamente desde Palacio ya con acusaciones de tipo judicial.