Ahora nos ocuparemos de algo menor. Arturo García Portillo, aparte de funcionario municipal de Chihuahua desde 2016 y, para no perder el tono, editorialista en El Diario de Chihuahua (ahora se autodenominan “analistas políticos”), tiene entre otras tareas defender a su partido en cualquier contingencia que se le presente.

Por ejemplo, cuando Maru Campos quiso hacer el negocio del “Chihuahua iluminado”, que tuvo que ir a consulta plebiscitaria, él, teniéndolo todo para que ganara el “SÍ”, perdió estrepitosamente ante la estrategia trazada por un colectivo de jóvenes que los batió eficazmente con argumentos y no se diga en las urnas. Es un “intelectual” que desde la comodidad de la nómina realiza su tarea ideológica de manera pertinaz. Por cierto, escribe con claridad.

En la coyuntura abierta por la puesta en escena de “La golondrina y su príncipe” en la que centralmente se discute el privilegio de Federico Elías, su artista asociado Alberto Espino de la Peña, el tráfico de influencias y una decisión pública discriminatoria a la comunidad artística de Chihuahua, ha salido a la palestra a defender a su jefe inmediato, Marco Bonilla, y a su jefa mayor, Maru Campos, con argumentos francamente deleznables.

El funcionario tiene todo el derecho a expresar sus opiniones, a dar a conocer sus aficiones e inclinaciones y preferencias artísticas, eso no se discute. A lo que no tiene derecho es a desconocer que hay otros que tienen la misma prerrogativa al disenso, a ver el mundo diferente y no ser denostados ni descalificados de manera oportunista por quien está obligado a tener una actitud prudente y de autocontención cuando se dirime una diferencia de fondo, como la que implica la decisión que ha enfrentado a dos visiones al interior de la comunidad.

Para él son “chimoltrufios”, “obedientes de la matriarca Lucha Castro”, “corralitos”, “exfuncionarios”, “despilfarradores”, “carentes de un gramo de inteligencia”, y algunos epítetos más. A contrapelo, Alberto Espino es un escritor, músico, productor que escenifica eventos de clase internacional y otros elogios.

Por algo dicen que las peores palabras que se pueden pronunciar son aquellas por las que se cobra. Aquí el problema es que por un mínimo de decencia Arturo García Portillo debiera entender que cobra de lo que una pluralidad de ciudadanos contribuye para enriquecer el arca municipal. En todo caso, que se baje del burro y vaya a la plaza pública con su propia bicicleta y trompeta.

Y todo parece indicar que García Portillo, y el resto de los panistas en el poder, no han leído siquiera “El príncipe feliz”, o no lo han comprendido en su veta de crítica al poder mismo, manoseada ahora por Espino.