El pasado 6 de julio falleció uno de los llamados “padres de la bossa nova” brasileña, Joao Gilberto, músico y cantante famoso por interpretar, además, al lado de otros grandes instrumentistas, como Tom Jobim y Stan Getz, versiones para La chica de Ipanema, la ya mítica canción compuesta por el poeta Vinicius de Moraes.
En el cincuentenario de dicha pieza famosísima, en 2012, publiqué algo sobre el tema en mi libro Apostar el resto con el pretexto de recordar a mi amigo Sergio Granados Pineda, nuestras aventuras juveniles, el acercamiento a lecturas decisivas, a la irrupción de Los Beatles y en general al contexto histórico y cultural en el que el bossa nova y La chica de Ipanema nos sedujo por aquellos años.
Este es, íntegro, aquel artículo:
A la chica de Ipanema, en su cincuentenario
A Sergio Granados Pineda
“Con nosotros, eso pasó”, nos dice Juan Rulfo. Camargo era un microcosmos; no afirmo que haya dejado de serlo. Conversando con los historiadores suele uno llegar a la conclusión, falsa, de que la memoria es una especie de deber, aunque nunca se nos dice quién lo dictó.
Un poco y en el fondo de esto, cuando de grandes políticos y militares se trata, está la idea optimista de que la historia es una maestra de la vida, o que hay que conocer el pasado para no reproducir ahora sus errores, pesimismo que por lo general encuentra sobradas demostraciones. Pretendo hacer un simple recuerdo y por eso me coloco al margen de visiones que tienen que ver con la filosofía de la historia, más cuando prácticamente no hay miga histórica o es demasiado magra. Así, entiéndase que la memoria no es un deber, para nada; es una simple facultad y de ningún modo una virtud y de esa manera lo que se presenta como un deber –palabra grave y muy elevada– se reduce a un simple querer recordar algo, grato cuando reconstruye en la mente momentos que ayudan a vivir un poco agarrándose del pasado. Aquí reseño, sin más pretensión que una simple visita mental al pretérito, cómo al inicio de nuestra educación secundaria, en un perdido punto de nuestra geografía nacional, empezaron a cambiar las vidas de quienes buscábamos en la cultura un lugar en el porvenir, fuertemente añorado, casi por el imperativo de nuestros padres y madres de que fuéramos algo más de lo que ellos habían sido y eran. Para mí la memoria es una especie de paraíso del que nadie nos puede desterrar.
Cuando despuntaba la década de los sesenta del siglo XX, lo que llegaba a nuestro sitial era, a un mismo tiempo, mucho y poco. Mucho porque todavía eran los tiempos en que concluir esa fase de la educación era estar muy por encima de un analfabetismo real y funcional y porque retrospectivamente podemos reconocer que tuvimos buenos maestros que nos hablaban de Cervantes y del Siglo de Oro, de Adam Smith y Marx, de Juárez y la reacción, de la Guerra Fría, y de una promesa de mundo apoyada en el país de los soviets. Veíamos los mapas y si no a diario sí muy frecuentemente observábamos cómo se caía a pedazos el colonialismo en el mundo. Sin tener banda corta hasta nosotros llegaban los discursos de Fidel Castro y la figura muy atractiva del argentino Che Guevara. Los insurgentes de las Normales de Salaices y del Estado nos visitaban con asiduidad, nos entregaban literatura de los clásicos del marxismo, nos invitaban a organizarnos y resistir y nosotros tomábamos por ese camino. Pero también, en muy buena medida por las pulsiones de la edad y todavía sin saber que eso tenía que ver con una disciplina filosófica llamada estética, queríamos querer, anhelábamos un mundo que, por decirlo de manera fácil, nos gustara: si con lágrimas, que fueran dulces.
En todo esto tenía mucho que ver, pongamos por ejemplo, Ana Luis Peluffo; pero más las grandes divas que nos llegaban a través del cine europeo: Silvana Mangano, Gina Lollobrigida, Sofía Loren y con Brigitte Bardot supimos algo más de la vida. Pero ese cúmulo de experiencias no era, ni con mucho, el pan de cada día. La moneda corriente eran los mariachis, y sobre todo los tríos, que a la inmensa mayoría los llevaba a anhelar el momento de otorgar una serenata no precisamente el diez de mayo. Ya había acontecimientos en el mundo de la literatura pero nos estaban distantes. Nuestra vida cívica se asía de la escuela mexicana de la pintura, más cuando orgullosos sabíamos que David Alfaro Siqueiros había nacido en la hacienda de El Tecuán, lo que recientemente se ha controvertido. Nos asomábamos a la revista Siempre!; el maestro socialista nos leía textos de la revista Política y nos recomendaba los discursos y los análisis políticos de Lombardo Toledano. Juárez era nuestro ídolo y lunes a lunes, en la ceremonia de juramento a la bandera, había arengas liberales y, desde luego, las recitaciones de México, creo en ti, y Amado Nervo, Rubén Darío y Manuel Gutiérrez Nájera eran recitados por una señorita que nos evitaba el dolor de percibir las cursilerías del primero. Su belleza era enajenante. “Margarita, está linda la mar” y, por cierto, el Duque Job sí se quedó con nosotros, como también López Velarde, que a pesar de oler a incienso, nos abría el ancho mundo de poder estar en la vecindad de la sacristía y además en un lejano rincón degustando las muy buenas experiencias del eros temprano.
La enseñanza de Rulfo con que abre este texto se complementa con las muchas razones que estaban en medio de una realidad y nos decía que algo pasaba con nosotros y que era “difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta”. Entonces, se nos abrieron varias puertas, quienes entendían algo de inglés le dieron el golpe, el lenguaje generoso y rebelde de la música estuvo al alcance; sin saberlo las expresiones de la contracultura, el rock, la generación beat nos enrrumbó, vía la estética, hacia otros destinos, sin dejar de lado nuestros afanes y nuestros propósitos y vocaciones. Lo que teníamos enfrente exigía una lucha pertinaz.
Dos sucesos hicieron furor en aquel pequeño y apartado cosmos. Ya no frecuentamos el legendario Salón Plaza y su orquesta del mismo nombre, que nos recordaba la etapa de la inmediata posguerra y sus grandes bandas. Aunque para festejar a las quinceañeras teníamos que acudir a los entrenamientos de los valses cantados por Pedro Infante o Javier Solís, la realidad es que se había dado un giro; había fisuras, se convirtieron en fracturas y nacimos a otra cosa. Ni la magnifico ni la minimizo, simplemente fue una senda diferente, grata porque la vivimos con amistades entrañables. No eran las rosas del futuro en detrimento de los pétalos del pasado. No, era otra circunstancia. Llegaron las amistades con las que trabamos los fuertes nudos que se atan y desatan en la juventud. Hegel dijo que en esa etapa de la vida, aunque después todo sea diferente, la causa de uno se convierte en la causa de todos, y así nos colocamos frente y dentro, simultáneamente, en la recepción del histórico conjunto Los Beatles, al alto costo de no entender –cosa que entendimos después– la propuesta de los Rolling Stones, y el golpe que nos dio, en otra perspectiva, el escuchar por primera vez La chica de Ipanema; aunque parezca una exageración, no fue menor al de abjurar de nuestras creencias religiosas –yo las dejé para siempre–, adoptar el Manifiesto Comunista, definir la vocación de los que íbamos para la abogacía en Matar a un ruiseñor, o la antisolemnidad en la cinta Los caifanes.
En este marco recuerdo a mi amigo de juventud, Sergio Granados, pieza influyente en mi vida concreta con estos temas. Se enamoró, se hizo fanático y hasta compró para su círculo más cercano pelucas para emular a los Beatles y no dejar lugar a dudas de sus nuevos y discrepantes gustos. Confieso que aunque todo eso me gustaba, no tuve el atrevimiento de calzarme un buen pelucón, no porque los asociara a la nobleza o a las cabezas que habían rodado durante la época robesperiana; y digo esto para que se entienda que no hay fingimiento alguno. Todo empezó con los Beatles y sus canciones tempraneras como Love me do, Please please me, From me to you, o She loves you, pertenecientes a una etapa musical de un conjunto que se transformaría a sí mismo, siempre experimental y en busca de nuevos derroteros, pasando por el pop, la influencia hindú a través de Ravi Shankar, lo clásico y el rock psicodélico. Al lado de los libros y cuadernos escolares, no era infrecuente ver a este grupo (Jaime Lara, Javier Rodríguez Armendáriz y otros) portando los discos de acetato, en aquellos años clasificados en 33, 45 y 78 revoluciones por minuto (para los enterados, EP y LP; es decir, Extended Play y Long Play). Otros álbumes también se dejaban ver: Elvis Presley, Little Richard, y afortunadamente ninguno de Angélica María, Enrique Guzmán o César Costa. No había malinchismo pero sí renuncia.
Un mundo empezaba a caerse; era el que había surgido a la derrota del fascismo, con el milagro de la recuperación económica y con un actor central: la juventud, a la que no le había costado prácticamente nada el dolor inmediato a la guerra y sus horrores, que veía que el planeta era gobernado por hombres nacidos en el siglo XIX, como Churchill, Stalin, Jruchov, Truman, Eisenhower, De Gaulle, por sólo poner un sexteto. Esa juventud gozaba en el orbe de innumerables beneficios, producto de un estado de bienestar, y estaba inconforme, como pocas veces en la historia, y se demostró hacia fines de la década. Es la ruptura y Braudel la ha examinado. Para nosotros los horrores de la violencia de la Revolución estaban muy atrás. Hay que reconocer que la educación era una alternativa de movilidad social pero, como jóvenes, nos sentíamos fuera de los proyectos del PRI y de su religión secular que nos llegaba a través de los ritos de la Revolución mexicana. La violencia estaba ahí, pero era pálida si la comparábamos con lo que sucedía en otras partes. En ese clima y sin duda alguna la revolución que nos trajo la música nos enseñó una nueva forma de amar y querer, estimando ambos conceptos en un amplio radio que incluye las transformaciones de la familia, el rol de los padres, el papel de todas las jerarquías, la revolución sexual que llegó acompañada de minifaldas, anticonceptivos y pantalones a la cadera, el pelo largo en los varones, happenings, el papel de las drogas sin los estigmas de ahora, los temores a la bomba atómica y el anhelo de un mundo en que amor y paz se conjuntaban, aunque los políticos y los líderes religiosos no lo entendieran a cabalidad. Nada se nos daría, decíamos; todo hay que tomarlo. Los católicos habían pasado por su Concilio –encabezado, paradójicamente, por un hombre nacido en el siglo XIX–, para abandonarlo, no sin mártires, progresivamente; pero a la generalidad de los jóvenes eso los tenía, hasta cierto punto, sin cuidado. Los Beatles y La chica de Ipanema en nuestro diminuto cosmos nos sirvieron de signo de interrogación a un lado del camino y al intentar respuestas nos dimos cuenta que ya éramos diferentes, que algo nos había pasado. Para empezar, el conformismo alcanzó el rango de enfermedad letal.
Considero una osadía el pretender hacer una reflexión cabal sobre los Beatles y con igual disposición quiero centrar mi atención en La chica de Ipanema, en parte porque nos llegó como algo más cercano, la cultura afroportuguesa del Brasil, pero sobre todo porque nos habló del cuerpo de la mujer en la óptica compartida desde la que se le puede ver, por ambos sexos, sin negar la ventaja que el varón lleva en la canción. Algunos dicen que Dios y sus representantes también la tienen en su ángulo visual, pero ya sabemos para qué.
¿Y por qué La chica de Ipanema? Aquí hay una efeméride y también el querer recordar una amistad. Esa pieza cumple en este año medio siglo, que sutilmente anuncia nuestras vitales postrimerías. La amistad es con Sergio Granados Pineda, que un día, quizá él ya no lo recuerde, aunque su memoria de notario debe ser impecable. Esta canción está en el centro de una revolución musical y conjunta la letra de un poeta notable y de un grupo de músicos de excepción, todo un racimo humano de sobrado talento como ya lo registra la historia cultural. La letra es de Vinicius De Moraes (1913-1980), un carioca que inició y concluyó estudios de jurisprudencia, que ejerció como abogado, sirvió de diplomático a su país pero que no cabía en esa vocación y brincó al periodismo cultural como crítico de cine y teatro. Fue guionista, estudioso de la rica literatura inglesa en la patria de Shakespeare, el Reino Unido; recorrió mundo, conoció a profundidad a su país y a sus estados vecinos. Hoy se ubica, en su temprana producción poética, como un modernista muy atento de las reglas de su escuela, que se considera una contribución de aquí hacia el resto del mundo. Lució ornamental, al principio apegado a un cristianismo pendiente de los textos de la palabra sagrada. No es extraño que como ese otro modernista, el zacatecano López Velarde, se mueve en los extremos del dilema entre carne y espíritu para desbordarse después en el conjunto de su obra en un lirismo más fuerte.
Quienes han hablado de De Moraes advierten una confesión culpable por entregarse a los placeres del sexo. Alientan la idea de que ahí se encuentra una especie de alegría sádica; no lo creo. Él pasa a ser sutil, refinado, y lo que antes se advertía como prosaico se va a abrir nuevos caminos en los que el caló, el habla coloquial y el empleo de términos ajenos a su lengua primordial, el portugués, cobran elegancia, como esa idea de que en una mujer hay haute couture. Escribió poesía política –fue una enfermedad de ese tiempo– y por ella no será recordado, como sucede ahora con Pablo Neruda y muchos otros grandes poetas de la primera parte del siglo XX. La magia de este poeta está en su conversión en el “Papa del bossa nova”. Se demostró, una vez más, que tras de la buena poesía está la musicalidad, siempre la musicalidad. Hoy nadie le puede quitar su centralidad dentro de la música pop brasileña que se oye en todo el mundo. Venía adelantado en algunos otros poemas, como aquel en que le pide perdón a las muy feas para recordarles que la belleza es fundamental, que la mujer tenga una simple hipótesis de barriguita y un gran latifundio dorsal, “pero que las concavidades y los pliegues tengan una temperatura que nunca sea inferior a los 37 centígrados, pudiendo eventualmente provocar quemaduras de primer grado”, que sea “la cosa más bella y más perfecta de toda la creación innumerable”.
La chica de Ipanema es una canción compuesta en 1962, musicalizada por Antonio Carlos Jobim, pensada para una comedia musical, pero que se convirtió en algo diferente, la obra que hoy conocemos. Stan Getz y Joao Gilberto, con el estupendo piano de Jobim alcanzó la popularidad que la ha hecho imperecedera. Como todas las grandes obras, no fue un chispazo de la inspiración y para siempre, fue masa que se estuvo trabajando, que se sacó de la artesa varias veces hasta encontrar el magnífico resultado final. Ningún artista se queda, o es muy difícil que se quede, con lo primero que sale de sus manos. Estando los insumos, sucedió que Helo Pinheiro (Eloisa Eneida Menezes Paez Pinto) había sido la duende inspiradora de esta canción, mujer a la que veían desde un bar caminar hacia la playa de Ipanema, y entonces, haciendo reajustes al primer texto y describiendo a la bañista –no es tan simple, por cierto– se modificó todo para que apareciera la creación La chica de Ipanema. Pero la faena aún no estaba terminada.
La canción pasó por un proceso de transformación y se convirtió rápidamente en un “éxito internacional” (esta frase la desligo de su raigambre utilitarista) al año siguiente de su primera grabación no comercializada, que data del 1 de agosto de 1962 en un club nocturno de Copacabana. En 1963, el norteamericano Norman Gimbel adaptó una versión al inglés con Joao Gilberto y Stan Getz en la instrumentación y la sorpresiva inclusión de la esposa del primero, Astrud Gilberto, en la voz. Esta es la versión que la detonó mundialmente, luego pasaron por ella famosos como Frank Sinatra, Sammy Davis Jr., Nat King Cole, Ella Fitzgerlad, Herb Alpert y su Tijuana Brass, pasando por Maddona y grupos de rock como Sepultura y Jarabe de Palo, sin faltar su versión en mariachi. Era natural que llegara al cine industrial: The color of money (1986); Wayne’s World 2 (1993); V de Vendetta (2005), que ha prodigado la máscara del protagonista por todo el mundo, especialmente entre el grupo de hacktivistas de Anonymous. Las grandes obras son producto de la mezcla de múltiples talentos de hombres y mujeres. Sin Vinicius De Moraes, Carlos Jobim, Joao Gilberto, Stan Getz y Astrud Gilberto, esta obra sería imposible, como también sería imposible sin la nueva ruta musical, sin el jazz, sin la tradición de la poesía y la sensibilidad portuguesa y africana y el acercamiento a la musicalidad de la lengua inglesa.
Cuando por esta vía y al lado de mi amigo Sergio Granados penetré como simple mortal a este mundo, no tengo el menor inconveniente en reconocer que él me abrió las puertas a este ambiente al que estuve lejano. Lo adoptamos y a pesar de eso y desde luego por nuestras grandes limitaciones, de todas maneras optamos por estudiar la carrera de Derecho, donde alentamos proyectos comunes, impugnaciones políticas a un planeta y un país que no nos gustaba y que queríamos cambiar. Nos llegó 1968, el presagio de un México negro el 10 de junio de 1971, el crimen de los amigos y compañeros Diego Lucero y Avelina Gallegos, las agresiones a los presos políticos en Lecumberri y también la compartida lectura de lo poco que nos llegaba de José Revueltas. A la distancia ambos recordábamos a nuestros padres; el mío, cinematografista y periodista; el de Granados, coloquial y galano conversador en su peluquería, y por ello en un espacio privilegiado para la comunicación, en el encuentro de cuanto vecino acudía a afeitarse, pero más para entenderse y glosar los acontecimientos del tiempo y el momento. Nuestras madres, en el hogar, pero con su propio foro en el mundo de las cartas y la enseñanza del pastillaje, lugares donde se enteraban y opinan de la seca y la meca.
En esta historia está la presencia de un joven amigo que murió en los primeros años de su juventud, Daniel Cepeda, hijo del entonces director del Colegio Palmore, quien en su casa, en el sótano, ubicada en la calle De la Llave y hoy víctima del crecimiento de la antigua Clínica del Parque y con un buen tocadiscos, nos acercó a este mundo musical de la manera más espléndida. ¿Quién hubiera creído que en la casa de un riguroso metodista nos acercáramos a la lujuria? Ya no éramos ni el alumno de primaria que había sido discípulo de la maestra Cleotilde Macías, instructora de muchas cosas, y en particular de las artes de la recitación que requieren entrenamiento y memoria, ni de la profesora Eva Barrón del Avellano, mujer bella, si las hay. Llegó un tiempo en el que los rumbos se marcaron por diversos puntos de la Rosa de los Vientos, y aunque hubo caminos encontrados, como amigos continuamos prodigándonos afecto, recuerdos de un pasado en común que hoy se plasman en blanco y negro más como una facultad de la memoria, nunca como un deber impuesto, sino como un querer acordarse del pretérito, que a decir de muchos ni siquiera existe. Recuerdos y ya.
Escribo estas notas, quizá presa de la saudade de la que también habla la amplia cultura de Portugal, y visito la parte final de un soneto de Vinicius De Moraes, que hiere, que no fue tan exitoso como su Chica de Ipanema, pero no por ello menos real:
El amigo próximo se hizo distante
se hizo de la vida una aventura errante
de repente, no más que de repente.
Este soneto se llama Separación, de amigos por supuesto, que a la distancia recuerdan sus presencias que no por pasados dejan de ser tangibles a su manera.
Querido Jaime me encanto ese maravilloso ensayo que escribiste con esa sencillez que te caracteriza, tan coloquial, tan cercano, tan valido en fin todas esas cualidades que hacen que todo lo que escribes logres transmitirlo para hacer despertar sentimientos, porque te dire que al estarlo
Leyendo puse como música de fondo la chica de Ipanema…. de verdad disfrute
Muchísimo la lectura