Proceso 2192
Andrés Manuel López Obrador ha repetido hasta el cansancio su admiración por la República restaurada, esa etapa de la vida nacional exaltada analíticamente por don Daniel Cosío Villegas, quien además fue un crítico agudo del ejercicio del poder de los gobiernos surgidos de la Revolución mexicana. Esa admiración, a la hora de ver el affaire Proceso, debiera sentirse más que todo en los hechos. Su reacción a la entrevista de Álvaro Delgado al jurista Diego Valadés, denota susceptibilidad para encarar observaciones críticas a su importante quehacer como presidente electo y a unos cuantos días de asumir plenamente el cargo.
Tildar de “amarillista” y “sensacionalista” lo publicado por la revista fundada por Julio Scherer García es mostrar un síndrome ominoso de las relaciones del poder con los medios. Ni remotamente tiene parecido –y por tanto no se emula– con la obra política, intelectual, periodística y gubernamental que se registra en esa República de una década que se levantó triunfante frente al imperio efímero del austriaco Maximiliano de Habsburgo. Obviamente no puedo abundar en todos los ejemplos que quisiera, pero voy a referir dos que me parecen más que aleccionadores, y que si hay congruencia con las loas de López Obrador a los liberales de entonces, debieran enrumbarlo en una dirección distinta a la que se mostró de manera preocupante.
Quién puede negar la enorme valía de Ignacio Ramírez, “El Nigromante”, que este año es recordado, muy tenuemente, en el bicentenario de su nacimiento, como un crítico comprometido con elevadas causas del naciente Estado mexicano, democrático y liberal. Pues bien, Ramírez jamás tuvo dificultad de mayor rango por sus abiertas discrepancias con el presidente Benito Juárez, junto con el cual era uno de los “puros” más distinguidos.
Ramírez, léalo bien, discrepó con Juárez por haber fusilado a Maximiliano, y lo hizo en nombre y con la Constitución de 1857 en la mano. Afirmó que “la patria no necesita de tan funestos auspicios”. Y hablando del benemérito, se preguntó: “¿Qué cosa puede saber Juárez que no sepan mil, diez mil, cien mil en la nación? Los insensatos que recomiendan a Juárez como un hombre necesario no tienen el instinto de que, procediendo de este modo, se degradan a sí mismos. Es estimarse en muy poco, no digamos ya como republicano, sino como hombre, el creerse incapaz de hacer lo que ha hecho Juárez”.
Obvio que Juárez era un político consumado y actuaba en consecuencia, pero que recuerde nunca lanzó imprecaciones por el ejercicio de una libertad tan importante como el de la expresión. Es, sin duda, un excelente ejemplo de las relaciones de quien tiene el poder con aquellos que lo critican, no desde fuera, sino desde dentro del propio partido y contra el cual nadie de relevancia cometió el abuso de denostarlo como un “traidor”, “amarillista” o amante de provocar sensaciones exaltadas. La República de esos años –prácticamente la único que hemos tenido–, cuando se emplea como modelo, se debe asumir en los hechos, y eso no lo vemos en la reacción del presidente electo.
¿A qué reaccionó? En primer lugar, a las opiniones de un constitucionalista de renombre y avezado como Valadés, que de no pocos años a la fecha tiene obra escrita sobre las posibilidades de vertebrar un nuevo régimen en el México actual. Bien miradas las cuidadosas frases del investigador, son generosos consejos al inminente hombre en el poder. Ciertamente, y sin pretender hacer una reseña completa, formula cuestionamientos válidos en la operación política de MORENA, que no ha tomado conciencia ni ha asumido su calidad de partido en el mando gubernamental. Recordemos que, instalado en Congreso de la Unión, ya ha resuelto y está debatiendo asuntos de trascendencia nacional.
Valadés lo que no quiere ver es a un presidente solo, sino a un equipo consolidado y en una dirección congruente con el mandato de las urnas del primero de julio de este año. Sus reflexiones, parte de una temática consagrada en la agenda nacional e internacional, están asociadas al binomio democracia-Estado de derecho, y el acento de incertidumbre que se asocia a la primera, y la certidumbre que debe garantizar el segundo. Resumiendo con una interrogante: ¿es una grave falta preconizar a fondo que lo que necesitamos es un gobierno de instituciones? ¿Esa es la causa del enojo?
En estricto rigor, la observación tiene un calado mayor y, términos más, términos medios, eso esta en boca de todos y esencialmente entre los actores que entrarán en colisión con el futuro gobierno, especialmente los corporativos, ahora globales, con enorme peso económico como para pensar que lo que viene es una puesta en escena de un drama heroico en el que un solo hombre va a acometer el desafío de separar los negocios públicos de los privados, en un momento internacional en el que la economía está anclada a poderes nacionales y extranacionales irrefrenables. De ahí que Valadés valore la construcción de Estado, la figura del estadista jefe de gobierno, del gobierno de gabinete, y el paso para que los secretarios de Estado no sean los simples encargados del despacho, sino ministros responsables ante quien deben responder: la representación del Congreso de la Unión.
El debate esencial, repito, no lo toco a plenitud, está ahí, y, por tanto, nada hay que justifique la reacción del tabasqueño, más si tomamos en cuenta que a pregunta expresa del entrevistador, de si hay rasgos autoritarios, el autor de innumerables obras jurídicas y políticas, contesta: “No lo veo como un hombre autoritario, y estoy convencido de que va a asumir plenamente su papel de jefe de Estado”.
¿Dónde está, pues, el enojo?
Si pensamos en las fotografías que ilustran la entrevista, hay que reconocer que se ve un hombre extenuado, pero no en la molicie, sino en un esfuerzo sostenido de varias décadas que el mismo Valadés encomia.
Fue Andrés Manuel el que concitó las palabras de “decrépito”, que en la crítica no se involucraron jamás. Lo digo sin mayores consideraciones, para que el lector concluya con su propia opinión, que la mía es que quien sembró el amarillismo y sensacionalismo fue el propio presidente electo.
Hay una crítica, de fondo, y es precisamente una crítica válida, la posibilidad de que López Obrador inicie su gobierno en medio de una crisis burocrática, por la legislación que ya está vigente y que tiene que ver, precisamente, con esa parte del Estado tan influyente que puede descarrilar al más osado. Pero es, a lo sumo, una voz de alerta que un periodismo libre lanza a tiempo, cuando todavía es posible remediar las cosas.
La transformación del régimen, en una perspectiva democrática y con Estado constitucional de derecho, es ineludible. Por ello hemos luchado no pocas décadas muchos mexicanos. Pero no es una transformación que se debe intentar de las alturas hacia abajo, como tampoco simulara que se hace de abajo para arriba. Los contornos de la democracia, en la teoría y la práctica internacional, son tan claros que no se puede admitir de contrabando en México ninguna mercancía que se nos trate de imponer con los marbetes exclusivos del poder.
Dos reflexiones finales: he sabido que los líderes notables –y Andrés Manuel lo es–suelen enajenarse a la mitad del camino, o antes, y entonces sobrevienen los despropósitos, las crisis, las decepciones, y finalmente el padecimiento de la sociedad. México no se puede dar ese lujo. La otra, y tiene que ver con el recién ejercicio del Proceso 2192, no vayamos a terminar como algún día lo dijo Ramírez: “mantener un ejército inconstitucional, ganar votaciones, comprar las urnas electorales, imponer gobernador en los estados, asesinar a los ciudadanos, enriquecer a agiotistas, festejar protectores personales, organizar el espionaje, asalariar cantones, y mantener las mulas y los lacayos de palacio”.