En su obra “El último imperio. Los días finales de la Unión Soviética”, Serhii Plokhy narra ríspidos diálogos entre el presidente Mijael Gorbachov y Boris Yeltsin, para ese entonces ya presidente de Rusia. Me llamó la atención uno de ellos para iniciar este comentario sobre el actual y gravísimo conflicto escenificado en Ucrania.
Para romper el hielo, en alguna ocasión, Yeltsin le dijo Gengis Khan a Gorbachov y este le reviró llamándolo zar Boris. Sé de antemano que hablar así tiene mucho de retórica, pero no por ello es menos válida una caracterización que se ancle en eso que es la vastedad rusa.
Cuando el planeta está extenuado por profundas crisis y una pandemia que mantiene en depresión a la humanidad, se presenta la invasión a Ucrania como un hecho trágico que muestra las lecciones de la historia despreciadas y que no se asumen en la magnitud que se reclamaría para una paz en la que los conflictos, por graves que sean, pueden encontrar solución en las pautas que da el derecho, la divisa de resolver los conflictos internacionales por la vía pacífica y la comprensión de un ¡ya basta! de jugar jugar con la viabilidad misma de una buena desembocadura para los hombres y mujeres de todo el planeta.
En este marco la decisión del presidente Putin de invadir Ucrania cuenta con una amplia antipatía y repulsa mundial. No me refiero solo a la que puedan expresar los gobiernos, sino por la población sencilla, por los seres humanos de a pie que empezarán de manera instantánea a sufrir las consecuencias de la guerra en la economía y los desplazamientos.
El conflicto ruso con Ucrania tiene profundas y complejas raíces históricas y culturales, en buena medida, una especie de determinismo geográfico que la ubica en medio de viejos imperios, y más recientemente de los que encabezaron, por ejemplo, el alemán, el austrohúngaro y no se diga el de los zares. Es una historia común, abarca a muchas nacionalidades que aspiraron a convertirse o se convirtieron en Estados. Ucrania es un Estado pluriétnico y pieza clave del mundo eslavo, pero también asiento de otras naciones como la judía. Siempre ha estado bajo la pretensión hegemónica y dominante de la Rusia monárquica, primero y la que vino después de la disolución de la Unión Soviética que en los hechos, históricamente, se tornó en una gran prisión de no pocas naciones.
Ucrania, sobre todo después de la fundación de la URSS, fue parte estatal integrante y clave de la misma, con todo el peso de las pretenciones paneslavistas y su enorme potencial agrícola, industrial y poblacional. Pero no cualquier parte, sino la segunda potencia interna de ese Estado fundado por los comunistas y que explotó hecho añicos a principios de la última década del siglo XX. Fue la tercera potencia nuclear del planeta.
En los hechos, la decisión de Ucrania de declararse Estado independiente desdeñando continuar en una “demócrata” Unión con los rusos -tanto de Gorbachov como de Yeltsin-, fue la puntilla para ponerle final al viejo Estado totalitario fundado por Lenin, llevado a extremos por Stalin y que se extinguió por el predominio del KGB y la ceguera de la gerontocracia burocrática de Breznev y Andropov, por ejemplo. En los hechos y desde fuera se ha tratado de imponer lo que ha de ser Ucrania, en lugar de respetar su autodeterminación. No podemos dejar de observar dos desalentadores fenómenos, que luego se les quiere ver separados: los totalitarismos que se agotan en las visiones del nazismo y el comunismo, que pueden erosionar la alternativa democrática que con supremacía militar tratan de imponerse sin más.
En Ucrania se han padecido guerras, hambrunas, desastres nucleares como el de Chernobil; también fue parte notable del holocausto como lo demuestran las matanzas de Babi Yar. Y ahora con esta guerra. Aunque suene retórico, también hay un fuerte olor a imperio solidificado desde los tiempos de los zares. Hoy Ucrania sufre las consecuencias de una invasión que semeja mucho a un puñetazo a un paralítico.
Sé que a muchos nos gana la prisa de opinar cuando suceden estas cosas y no podemos evitarlo. Ya asoman, desde hace tiempo, ideas y propuestas que implican el impostergable inicio de un viraje indispensable para encontrar cauces que eviten estos dramas. En primer lugar, asumir que las formas del mundo bipolar que sobrevino a la Segunda Guerra Mundial ha llegado a su fin, como también las alianzas militares occidentales y la posibilidad de autocontención para que Ucrania no forme parte ni de la OTAN ni de Rusia, por ejemplo, que el rol de la ONU y su Consejo de Seguridad se redefina para ser más eficaces en tareas de prevención y que el mundo ya no se polarice, como antaño se hacía, con la facilidad de poder colocar con cierta autoridad moral, a los unos de los otros. Lo que a fines del siglo XX suponíamos había quedado atrás. Los bloques mundiales ya no pueden ni deben solventarse exclusivamente en su poderío armamentista.
Se le puede cuestionar a Biden por un discurso, en medio de la crisis, que exhibe debilidades y torpezas, no se le ha de ver, comparativamente, al rol que jugó Franklin D. Roosevelt, entre otras razones porque ya tampoco eso se puede. El tiempo de los grandes estadistas terminó y ahora lo que tenemos es un modelo agotado a reconocer, modificar y superar. El liderazgo de Putin nos muestra, como lección mundial, que el populismo, el talante autocrático, solo produce crisis como la que recién empieza.
México tiene con Ucrania y Rusia relaciones comerciales significativas, nada desdeñables. Su comportamiento inicial fue titubeante y luego corregido y eso no está bien, muestra actitudes que preocupan. Algunos dicen -en descargo del cuestionamiento- el gobierno de Ucrania es nazi, pero callan que Putin fue largamente horneado en la selecta cocina del KGB.
Más allá de todo esto, hemos de entender que no por lejana la arena del conflicto, no deja de afectarnos, en política internacional, pero también en agendas como la energética aquí en debate y los riesgos de quedar trampados, una vez más, en las redes de los bloques hegemónicos que vulneran soberanía.
Quienes anhelamos un mundo nuevo, ojalá se nos conceda ver una nueva experiencia que ha sucedido con antelación en Rusia: después de cada guerra sobreviene una revolución, como sucedió en 1905, luego en 1917 y finalmente en esa tardía consecuencia -posterior a la Segunda Guerra Mundial- de la caída de la URSS, su “campo socialista” con gobiernos títeres y zares rojos.
En esa línea, la mayor complicación que tendrá Putin será con la rebeldía de su propio pueblo.
25 de febrero de 2022.