El debate necesario
Los debates electorales en México no avanzan porque están sujetos a un asfixiante corsé. Se tiene miedo a deliberar, a hablar con claridad, a dirimir posturas, planteamientos y programas. Seguir abonando a esa práctica es sinónimo de atraso político e incomprensión por el sentido de la crítica, tan necesaria en un país como el nuestro. Con la precaria democracia que existe en el país, sin embargo, hay que reconocer que llegaron los debates entre los aspirantes a los cargos de elección popular. Es una historia que empezó a despuntar a partir de los primeros años de la década de los noventa del siglo pasado, lo que significa un enorme rezago si nos comparamos con lo que reporta la historia de democracias consolidadas en el planeta.
En algún momento comenté este tema con Porfirio Muñoz Ledo, para reivindicar un hecho –olvidado ahora– sobre las primeras experiencias en esta materia. Muñoz Ledo afirmó que el primer debate se remontó a 1991 en Guanajuato, con él, Vicente Fox y un monigote que se adosó a una mesa –para subrayar la ausencia de Ramón Aguirre, candidato del PRI– al que ridiculizó merecidamente. Estaban en una contienda por la gubernatura de Guanajuato y frente al reclamo de escenificar un debate entre todos los candidatos, tuvieron que conformarse en un cara a cara Fox-Muñoz Ledo, pues los priístas, siempre seguros de sus triunfos, no tenían por qué molestarse en eventos de esta naturaleza. De ahí que pudimos ver al candidato Aguirre como un simple y mudo muñeco. Sea como sea, ahí está ese primer hecho.
En 1992 se dio el primer paso, completo, a iniciativa de los organismos empresariales. En la disputa por el gobierno de Chihuahua se congregaron Jesús Macías, del PRI; Francisco Barrio, del PAN; Rubén Aguilar, del CDP, y el que esto escribe, en su calidad de contendiente en representación del PRD. Completo, lo que se llama completo, este fue el primer debate que hubo en la historia del país. Merecen el reconocimiento del mérito los convocantes y organizadores –Samuel Kalisch Valdez, destacadamente–, los candidatos que aceptaron, el formato que se observó, la lección que estuvo a los ojos de todos los chihuahuenses y demostrar que un diálogo abierto siempre beneficia a todos.
Recuerdo que Kalisch Valdez me hizo una moción cuando me referí al presidente de la república, Carlos Salinas, por su nombre. Todavía se le tenía respeto y miedo a la investidura, pero esos fueron los pequeños detalles de un evento memorable. Ese año tuve un encuentro, al impulso de Héctor Chávez Barrón –buen amigo recientemente fallecido–, con Enrique Krauze. En ese entonces impulsaba como candidato tres iniciativas: que el PRI dejara de emplear facciosamente los colores de identidad nacional; la defensa del Estado laico por las constantes alusiones de los panistas a la religiosidad; y, tomada del pensamiento de Franklin D. Roosevelt, la propuesta de separar los negocios públicos de los privados. En el fecundo diálogo con Krauze, reconoció atinadas las tres propuestas, pero me sugirió una cuarta a la que llamó “el debate necesario”, que tomé, impulsé y que con posterioridad se convirtió en ley en el estado y ha obligado a los candidatos a comparecer a ejercicios de deliberación de cara a la ciudadanía, lo quieran o no.
Se puede afirmar, más allá de primacías, que es lo de menos, que los debates llegaron de las entidades federativas hacia el centro, y como sabemos, el primero entre pretendientes de la Presidencia de la república fue el que escenificaron en 1994 Zedillo, Cárdenas y Fernández de Cevallos, que lució bien, pero a la postre perdió ventajas por voluntad propia y renunció a lo que había obtenido.
Tengo la idea de que el debate electoral no es, como suele pensarse, para aplastar y avasallar al adversario, y si bien esto puede suceder, lo fundamental es que en un cara a cara la ciudadanía pueda ver desde el carácter y talante de los contendientes, hasta sus propuestas, los por qué de las mismas y la capacidad de demostrar su viabilidad, los cómo. Se trata, sin duda, de un acontecimiento central de toda campaña electoral, en primer lugar porque capta una gran atención de la audiencia ciudadana y los observadores influyentes en la arena internacional; en segundo porque es la oportunidad de plantear las grandes cuestiones que afectan la vida de un país.
Pero no hay que perder de vista, al menos, dos cosas de singular importancia: el que gana el evento no necesariamente está destinado a ganar la elección. Ya referí la experiencia de Fernández de Cevallos. Pero la importancia está en lo que viene después, los recursos, en el más amplio sentido, que tienen los candidatos, partidos e interesados en sacarle todo el jugo a ese debate. En ese encontronazo puede resultar que el mejor librado objetivamente no sea el que cuente con los mejores recursos un día después y, entonces, el debate mismo se convierta en un hecho más del proceso electoral, con secuelas que van de lo nimio a la máxima ventaja. En buena medida en esto gana el que mejor pericia tiene para el desempeño estricto en el arte de hacer comunicación política.
El debate da la oportunidad de brillar u opacarse, insisto. Hay ocasiones en que brillan los demagogos, pueden impactar incluso, dar un gran paso hacia su elección, y contra ese riesgo hay que levantarse. Por eso insisto que el debate es un derecho de la audiencia ciudadana, más que un privilegio del partido o del candidato. Sostengo, en ese sentido, que negarse a debatir, ahí sí, es perder, y recordemos la experiencia negativa que esto le trajo a López Obrador en 2006. Nunca nadie se debe alejar de una discusión, si la misma está planteada con sólido sentido informativo y de valoración futura del voto.
Este domingo habrá un encuentro que captará la atención nacional: los candidatos presidenciales celebrarán su primer debate, los canales estarán abiertos para que todos podamos ver, escuchar, valorar y hacerlo con entera libertad. Será la quinta ocasión de una apertura, que sea abrió desde un foro que algunos llaman, en el arcaísmo completo, “la provincia”. No alcanzamos estas oportunidades que brinda el herramental democrático sin haber batallado antes para lograrlo. A México todo le ha costado, todo le cuesta.
Guanajuato y Chihuahua están ahí como precursores, se tiene a orgullo que así sea, pues se trata de un aporte fundamental en la política democrática que jamás existirá sin ejercicios de esta naturaleza. Poco importa quién fue primero y quién fue después, lo significativo es que se abrió una brecha en favor de la sociedad y esta se ha consolidado a pesar de que todavía hay resistencias, trabas, reticencias, condicionamientos a algo que debiera ser tan natural y habitual como lo vemos en otras latitudes del planeta.
Aquí la democracia es talante de los actores que se involucran, sean partidos, candidatos o grandes propietarios de los medios de comunicación. El día del debate es tan importante como el día de la jornada electoral, porque precisamente ahí está el derecho esencial de los ciudadanos, en un caso para informarse de lo que piensan los protagonistas y, en el otro, para emitir un voto más informado.
Duele pensar que en el México de hoy el ciudadano común y corriente esté pensando en sufragar no en términos de lo que mejor conviene al país, sino simplemente hacerlo por la menos mala de las opciones.
Recuerdo con satisfacción que en 1992 hice un aporte para que estas prácticas hoy se hayan extendido. A mí me fue bien en aquella ocasión, obtuve escasos votos pero, tengo a timbre de orgullo personal y lo expreso ausente de toda vanidad, que en las dos ocasiones que hemos derrotado al autoritarismo en Chihuahua, he jugado en favor del pueblo del que soy parte.
El debate necesario, que me recomendó Enrique Krauze, continúa siendo esencial para colmar con bienes nuestra precaria vida democrática, hoy amenazada por debates con corsé de rígidas varillas.