Al surgimiento del estado moderno se asocia la certera idea de que ahí donde no esté declarada y garantizada la división de poderes no existe Constitución. En aquel momento se abrió con paso firme el postulado que los poderes eran tres y solo tres. Así lo concluían las malas lecturas que se hicieron de la obra El espíritu de las leyes de Montesquieu. Un ideario democrático y/o republicano abrevó ahí y de entonces data la canción de Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Tuvieron que pasar siglos para que nuevos diseños empezaran a romper la triada para crear lo que ahora se llama órganos constitucionales autónomos que quizá tienen su primera explicación en la obra del jurista alemán Jellinek. El hecho es que han crecido en número en diversos países y México no es la excepción.

Suele suceder que las leyes de la mecánica veces se imponen en la práctica política, de tal manera que la masa mayor del poder no quiere y se resiste, a veces con todo, al crecimiento de un fraccionamiento mayor del poder construido, precisamente para controlar al poder. En la experiencia política mexicana es proverbial lo que se conoce como presidencialismo, que sofoca a los otros dos poderes clásicos y, no se diga a los “pequeños” que crecen por disposición directa de la Constitución, de los cuales son ejemplo mexicano entidades tan importantes como las Comisiones de Derechos Humanos, los institutos para la transparencia, entre otros. Afirman el propio poder destruyendo a los otros o a costa de los otros, más cuando están encabezados por funcionarios serviles o empleómanos, que actúan bajo la divisa de no malestar al más fuerte.

Este fenómeno se observa en la escala nacional y en la local. El reciente suceso de destitución del presidente del ICHITAIP Rodolfo Leyva Martínez muestra bien el grado de deterioro a que puede llegar una institución de reciente creación y que surgió bajo muy buenos auspicios para transparentar ante la sociedad el quehacer de los gobernantes, tradicionalmente encriptado, opaco, oscuro. Lo digo con conocimiento de causa y sin presunción alguna ya que inicié en el Congreso local una avanzada legislación en la materia que a la postre se votó de manera unánime y enmedio de un gran consenso político, gubernamental, empresarial y académico.

Ayer al observar la sesión en la que se destituyó al presidente me percaté, de bulto, de la bajuna calidad humana y profesional de los consejeros que no hicieron otra cosa que montar un vodevil para un grotesco ajuste de cuentas. Con consejeros así no tan solo no se garantiza la transparencia, sino que se traiciona al espíritu constitucional que en grado de autonomía se concedió a indignos ciudadanos. Fue desagradable ver cómo los consejeros recién llegados se dieron la mano con los que impuso Duarte, sin pudor alguno al final de la sesión y ya depuesto al adversario, festinaban y se abrazaban como podría suceder de manera lógica con una resolución que tuviera, por materia develar ante la sociedad el trasiego de fondos públicos a la hacienda de César Duarte.

Los victimarios inmediatamente procedieron a repartirse el botín; designar al nuevo presidente, cuyo nombramiento llegó, seguramente marcado por un dedo índice o en lujoso sobre lacrado. Las malas artes de la incultura política mexicana llevadas al más burdo teatro en el que solo el género chico se lleva las tablas. A partir de ahora han de saber los presidentes de los tribunales, del Instituto Electoral y de otras instituciones afines que basta que alguien de entre sus integrantes planteé “un asunto general”, para que al final ruede su cabeza. No importará que la elección haya sido para un ciclo definido de tiempo, ni garantía de audiencias, ni pruebas, ni demostraciones lógicas, ni alegaciones de ninguna índole. En otras palabras: en la fachada la andrajosa legalidad y a poca distancia la guillotina. Y lo mismo le puede pasar a los congresistas y, andando el tiempo, a los propios orquestadores de estas burdas maniobras que enrarecen, sin explicación plausible, sin necesidad y sin pertinencia la coyuntura política ya de suyo compleja para un gobierno que empieza con grandes adversidades y que ha malgastado el bono democrático de su elección. La escena será prototípica en el futuro: el emperador tropezando con su propio manto.

Conviene detenernos en el nombramiento de Alejandro de la Rocha Montiel como presidente luego artero golpe. Se trata de un peón de los empresarios ultra conservadores y panistas que lo usan de candidato a todo cargo que se abra en la coyuntura. Parece que sus recursos humanos, “su capital de trabajo” es escaso. Vocero y abogado empresarial hoy, mañana consejero electoral fracasado, pasado mañana aspirante a magistrado electoral, un día más consejero del ICHITAIP y al siguiente presidente del mismo. Está claro que él no busca garantizar un interés o servicio públicos, no; él representa un interés sectario y faccioso de privilegiados que se empeñan en copar las instituciones para la satisfacción de sus propios apetitos. Carece, más después de los sucesos que comento, de toda autoridad para combatir la opacidad y patrocinar la rendición de cuentas, su oficio es rendirlas pero ante los oligarcas chihuahuenses que prohija el PAN con la inclusión de Gustavo Madero en el gobierno de Javier Corral.

Quiero dejar constancia de que este texto no pretende ser la apología de nadie, de los que se encuentran en el conflicto, porque a partir de hoy el ICHITAIP estará inmerso en una litigiosidad paralizante, pues el presidente depuesto sabe pelear en esa arena y al parecer su propósito es interponer los recursos necesarios para que la justicia federal diga la última palabra. En otros términos, la institución sumida en la reyerta y que de la transparencia se apiade dios, pues no habrá quién.

Quiero terminar con una doble reflexión extraída de la imprescindible Hanna Arendt. La primera tiene que ver con la teatralidad del mundo de la política que cuando se torna patente hasta puede parecer el reino de la realidad. De suyo esto sería grave; pero, la segunda es más grave aún: el odio que se ha venido larvando en nuestra sociedad. Se trata de que el rencor ha empezado a jugar un papel decisivo en todos los asuntos públicos, para producir una atmósfera sórdida y fantástica a la vez y que lleva a la desintegración de la vida política porque penetra en todo y en todos y en la que será difícil encontrar responsables.

Son simples paráfrasis a una observadora erudita del totalitarismo. Hasta aquí hemos llegado, porque en el pasado inmediato no se le puso, conforme al derecho, un hasta aquí a la tiranía de César Duarte que destruyó a ciencia y paciencia lo que quedaba de república y porque los recién llegados al poder no tuvieron la capacidad de dar el gran viraje ciudadano que se esperó de pie y hasta el cansancio. Prefirió vestirse de azul, se refugió en el conservadurismo, la frivolidad y está permitiendo que la agenda de las instituciones se decida en agencias informales. Lo de siempre: el soslayo de la trama que dicta la Constitución para la toma de decisiones, por un lado; y el espíritu de logia por el otro. Y como dice un ya nada nuevo testamento: se verán cosas peores.