¿Quién puede dudar que el país –y dentro de él Chihuahua– pasan por una gran convulsión? El detonante fue el aumento al precio de las gasolinas; fue la gota que agotó la paciencia de un pueblo engañado y víctima de un régimen de impunidad y corrupción.

En la escala nacional, el gobierno de Peña Nieto ha llegado a un nivel de crisis de confianza que cualquier sistema parlamentario ya lo habría retirado del gobierno y convocado a nuevas elecciones, precedidas del debate masivo de alternativas de soluciones.

En la escala de los estados –de cualquier signo partidario–, hemos visto exclusivamente gobernadores dando palos de ciego o simplemente replegándose a los cánones que han marcado despreciables ejercicios de gobierno de la ya de por sí desprestigiada clase política. Los gobiernos están sin rumbo para ofrecer soluciones que la sociedad acepte; esta se comporta irreductible porque en esencia ya vio agotadas las esperanzas plausibles de que haya soluciones no sólo de fondo, sino también justas. El pueblo ya quiere ver la suya.

Como es fácil de comprender, frente a la insurgencia de los ciudadanos crece la tentación represiva y, en algunos casos –es el de Chihuahua– ya se actualiza con el empleo de la fuerza pública contra los manifestantes. Ya se advierten flagrantes violaciones a los derechos humanos, producto del uso no proporcional de la fuerza pública. A una resistencia que se expresa en la calle, que se apodera de carreteras y de edificios públicos, ha de sobrevenir, a mi juicio, un gran movimiento de desobediencia civil que contribuya a derribar la soberbia autoritaria, la altivez, la ineficiencia, un noviciado que parece no terminar, removiendo si es preciso, a quienes representan simplemente lo establecido y que ya la sociedad detesta.

En el caso chihuahuense, no se trata nada más de una irritación con los precios de los combustibles. El problema es de fondo y los campesinos están por algo más en la calle y tiene que ver con muchos años de abandono de la economía rural. Quienes sufren a diario la escalada de precios, los bajos salarios, los muy precarios servicios de salubridad y a la clase política parasitaria, quieren imprimirle al futuro inmediato un contenido de lucha que haga bajar el telón de lo que tenemos para empezar a autogestionar todo lo que esté en interés y satisfacción de los olvidados de siempre, a los que se han sumado amplios sectores de las clases medias, que empeñosamente los desatinos de la economía de Peña Nieto quieren llevar a la ruina.

En fin, no hay arista de la sociedad en la que no se expresa un gran malestar y una enorme inconformidad. Empero, el movimiento tiene una gran dosis de espontaneidad y necesita decantar un programa de dimensiones nacionales y una dirección representativa, democrática y que delibere soluciones de fondo sin exclusivismos ni exclusiones de ningún tipo.

La coyuntura ha demostrado, además, cómo se desdibujan y derrumban legitimidades electorales. La sociedad chihuahuense –por insistir en un ejemplo local– no soporta el aumento de contribuciones, el crecimiento de la deuda, todo lo que significa la política tributaria y de coordinación fiscal con la federación, pensando cotidianamente que los saqueadores de la pandilla de César Duarte descansa plácidamente en sus reductos de confort. En otras palabras, mientras ellos gozan, la sociedad sufre.

El gobierno de Chihuahua se ha mostrado proclive a sofocar mediante medidas policiacas la insurgencia. Es hora de que entienda, frente a un apresurado desgaste que ya se advierte en toda la entidad, aquello que dijo el gran cínico Charles Maurice de Talleyrand: “Con las bayonetas, todo es posible. Menos sentarse encima”. Además, si algo no admite un pueblo es sentirse traicionado.