La “historia verdadera” –como acostumbraban decir los cronistas de la etapa colonial de México– de la elección de Luis Alberto Fierro Ramírez está por escribirse. Algún día habremos de leerla y entonces encontraremos las claves que lo llevaron al preciado cargo en la Universidad Autónoma de Chihuahua.

Aparte de las precisiones, podrá dejarnos tres o cuatro moralejas de importancia y a tener en cuenta si nos hacemos cargo de que caminará por esa posición durante seis años y, al menos, tres gobiernos: el del derrumbe del PRI de César Duarte; el de Corral, que se ofrece como una promesa; y el de no sabemos quién, pero que servirá para una visión de conjunto que arrojará luces sobre las bondades o las decepciones con la frágil democracia que tenemos.

El nuevo rector que entrará en funciones en octubre, nació en 1973, el año que pudo haber sido crucial en la vida de la UACH, porque precisamente el movimiento estudiantil dio los primeros pasos en la senda de una democracia posible: de entonces data la existencia de un consejo paritario entre maestros y alumnos, un nuevo esquema para la elección de rector, cancelando lo que en su momento se llamó la Junta de Gobierno, que examinando su desempeño, podría estimar que actuó con mayor decoro que el Consejo Universitario que luego vino y llega hasta nuestros días.

El rector electo estaba en pañales en 1974, y ha de saber que a lo largo de ese año se cometieron los más grandes agravios contra la institución, maestros y alumnos. Terminaba el gobierno represor de Óscar Flores Sánchez, que se empeñó en una suerte de secuestro de la universidad y su rector aliado –esto último en estricto sentido– Óscar Ornelas, para imponer con la violencia una universidad colocada de espaldas a Chihuahua. Decretaron la desaparición de la Escuela Preparatoria, el último eslabón del Instituto Científico y Literario de notable importancia en la cultura local; despojaron a maestros independientes de sus cátedras y cargos en la administración del centro de estudios; a los alumnos los mandaron al exilio académico y a implorar la conclusión de sus carreras en varias partes del país, y a quienes les fue dable, simple y llanamente les cancelaron la posibilidad de obtener sus títulos profesionales, ya habiendo satisfecho todas sus cargas académicas.

Se trata de una resistencia valiente y talentosa que ha sido despreciada a la hora de hacer la historia de más de medio siglo de universidad en Chihuahua. Es un ciclo en el que el ímpetu para construir una universidad moderna y comprometida con su tiempo, luchó con denuedo por conquistar su autonomía, por preservar la herencia liberal que llegó a estar presente en la universidad en los primeros años, que no despreció a los socialistas incipientes, que luchó con un vigor notable en el contexto nacional y durante 1968 en contra del autoritarismo feroz de Gustavo Díaz Ordaz, y luego se negó a recibir a Luis Echeverría Álvarez por su complicidad y autoría en los sucesos del 2 de octubre de aquel año.

En la vida universitaria de entonces era frecuente la apertura a las ciencias y humanidades, como bien lo emblematizan dos históricas conferencias de pensadores mexicanos cuyo signo ideológico fue inequívoco. En 1957, Año del Pensamiento liberal mexicano, se escuchó la vibrante voz de Martín Luis Guzmán, uno de nuestros pocos doctores honoris causa; y posteriormente a Vicente Lombardo Toledano, un ícono de la izquierda con el que guardo enormes diferencias pero al que no le regateo el carácter de pensador notable y caudillo cultural que le reconoció Enrique Krauze.

En la misma línea, la universidad en diversos momentos hospedó a personajes como Valentín Campa, Demetrio Vallejo, Sergio Mendez Arceo, David Alfaro Siqueiros, y junto con ellos una buena cantidad de filósofos, escritores, que festejaban que en la universidad se reflexionara sobre pensadores notables, entre los que están Hegel, Marx, Jacques Maritain, Teilhard de Chardin, que eran reseñados y proporcionaban suficientes motivos para tesis profesionales que quizás se pudran hoy en algún desordenado archivo. Fue una época de escritores jóvenes, de dramaturgos que escribían y ponían en escena sus obras, de rebeldía y libertad, pero también entregados a valores de la cultura democrática, entre ellos no obstaculizar una carrera a través de la represión en exámenes. Desde luego también había los espacios oscuros: el memorable plagio del rector Villamar Talledo al cardiólogo y rector de la UNAM, Ignacio Chávez. Pero aún y con todo esto, en aquellos años la universidad marchaba por una vía regia a su desarrollo y compromiso con la universalidad de la cultura, y ésta como un portentoso ingrediente de un nacionalismo –sí, un nacionalismo– activo y abierto al mundo.

A la par de rectores notables como Ignacio González Estavillo, el fundador; el erudito José Fuentes Mares (defenestrado por una burocracia priísta voraz) y Manuel E. Russek, también los hubo propios de la historia negra de la UACH: José R. Miller, Reyes Humberto de las Casas Duarte y hasta algunos que fueron a parar a la penitenciaría, como el reciente caso de José Luis Franco. Expreso una obviedad: el rector no hace a la universidad, aunque en el esquema mexicano puede marcar sendas de renovación, hoy por hoy indispensables, si nos hacemos cargo de que la universidad privada (neoliberal y confesional) satisface las necesidades de un capitalismo adicto a la globalidad imperial y de espaldas precisamente a lo más hondo del humanismo que nos ata positivamente a lo mejor de la cultura mundial, particularmente de la que le da perfiles nítidos a la mexicana, sin pasar por alto la recepción de la nuestra, herencia pluricultural y pluriétnica no siempre bien valorada y acogida.

Tengo para mí que si el rector electo es tan joven, no le debe ser ajena esta historia para valorar la posibilidad de reemprender una ruta antaño truncada. No sugiero que aquella historia determine el presente de la UACH. Simplemente lo que trato de mostrar es que sus primeras declaraciones no son inaugurales como se les pretende presentar, porque ya tienen, precisamente, un pasado fecundo e interrumpido con agravios que quizás ya no lleguen a restañarse pero que no es dable olvidar. Pareciera que hay una sincronía en los discursos de los electos (el gobernador y el rector) y por tanto similitudes en los propósitos reformadores, que sin duda debieran ser más explícitos. La bandera de la autonomía no es un obstáculo, porque la misma no significa la ausencia de colaboración en los más caros intereses públicos que hoy palpitan en la sociedad chihuahuense en busca de soluciones viables y de gran aliento, en el entendido de que en este país prácticamente nunca las leyes per se han construido la realidad.

En la coyuntura se dicen y se demuestran hechos: cómo olvidar que Fierro Ramírez emerge de un tinglado ajeno a un procesamiento democrático, de sus simpatías por el duartismo –al respecto, cómo olvidar aquel desplegado en el que recomendó para los disidentes un hospital psiquiátrico de corte soviético– y su militancia en el PRI, su ausentismo en los hechos de bregar por una universidad sin los despropósitos que observamos en el rectorado de Enrique Seáñez. Cierto que en sus primeras palabras hay contenidos de aliento, pero en nuestro país, y aquí en Chihuahua, si algo está demeritado es la palabra, envuelta en los ropajes de una retórica vacía. Así es, entonces, que hechos serán amores y no buenas razones, por una parte; pero sobre todo, y lo digo con énfasis, que lo que no hagan los mejores universitarios, donde estén, sea en el espacio académico, el estudiantil o el administrativo, no lo hará nadie. Es indispensable iniciar a pensar por cuenta propia, bajo la divisa de que el impulso esencial para la transformación de la UACH debe venir de adentro.

En la UACH hay un amasijo de intereses creados, de comportamientos mafiosos, de nepotismo, de prebendas y canonjías, como los tiempos completos de maestros que ni siquiera asisten a sus clases; una corrupción descomunal como la que estuvo presente de manera descarada en la persona del pretendiente Javier Martínez Nevárez; en fin, un esquema de corrupción e impunidad proverbiales que hay que desmontar, si es que realmente se quiere construir una nueva universidad. Nada nos llegará del cielo, nada será gratuito. Hay que luchar por hacerlo posible. O como se decía en aquellos años, que la imaginación tome el poder.

En ese contexto está claro que se necesita un nuevo cuerpo normativo para la UACH, que involucre a la sociedad y al Estado en el ámbito de lo constitucional, que se acabe la discrecionalidad que hace del buen e independiente maestro un simple empleado de maquiladora al que se le puede despedir por el capricho de un director o del rector. Se requiere, en pocas palabras, la construcción de una nueva universidad para la preservación de la cultura, el cultivo de las ciencias básicas, de las humanidades, que nos ponga en el lugar de contemporáneos de lo mejor que hay en el país y el mundo. Se necesita dejar la obsesiva actitud de cerrazón frente a las ciencias sociales que viene de la derrota de 1974. Y eso será nada sin la gratuidad y la apertura que se requiere para que los olvidados de un desarrollo económico de privilegios puedan hollar las puertas de la universidad y salir de ella a una vida fecunda.

Los trabajos de Hércules se quedan cortos frente a los retos de la UACH. Lo sabe Fierro Ramírez. El problema es que realmente quiera tomarlos, superarlos y sacarlos adelante en lo que le ataña. En toda transición, cuando se es consecuente, se dejan atrás los proyectos de poder y, sin descanso, se transita en la ardua tarea de desmontar lo que hay, porque ya no sirve, para dar paso a lo nuevo, que es la promesa que la sociedad chihuahuense quiere ver concretada no sólo en potencia sino en acción.

He sostenido de mucho tiempo atrás que lo mejor de nuestro país no puede degradarse en el fermento de los años negros en los que el ejemplo de la UACH es pródigo. Se dijo en aquellos años, hoy vale refrendarlo: la universidad debe transformarse.