El director de Transporte, Gustavo Morales, se adelantó el fin de semana a declarar que el retorno del viejo sistema de movilidad urbana y la caída del Vivebús, tal y como lo conocemos hasta hoy, “no fue” una decisión tomada al interior del gobierno duartista “tras las protestas” del pasado miércoles 22 en contra de su jefe, César Duarte. Cuestión de semántica: si ese cambio, el que tanto habían reclamado esencialmente los usuarios del transporte se hubiera dado “antes” de las protestas, tal vez se le creería. Pero ni siquiera eso, porque en la zaga del malestar social –inclúyase el Vivebús– ya estaba inscrito desde hace mucho tiempo el sistema colectivo de transporte que una y otra vez Duarte, el PRI y el gobierno desde el cual lograron saquear al estado se aferraban a decir que todo era color de rosa y que operaba a la perfección. Casi casi un modelo de exportación, como muchas de las mentiras que esparció el cacique a lo largo de su sexenio en Canadá, China, Francia (prácticamente no se le recuerdan viajes a la tercermundista Sudamérica), España, en fin, en países del extranjero a donde, ahora se sabe, sólo iba para vacacionar, injertarse cabello nuevo en la tatema, hacer negocios propios y conocer mundo, todo con cargo al erario.
Duarte y los suyos no han entendido a tiempo las derrotas. Recuerde usted aquella represión de agosto de 2013, cuando de tajo el cacique, con malos tratos y peores negociaciones, “despidió” a los choferes del transporte urbano que hoy, casi tres años después, se reedita. En ese momento, los choferes se volcaron en su contra y aparecieron los antimotines. Maestros de telesecundarias se habían manifestado un día antes y médicos y enfermeras hacían su parte en calles aledañas. Su protesta se aunó a la de muchos ciudadanos que demandaban ese mismo día el derribo de la réplica del Mausoleo de Villa, frente al Palacio de Gobierno. Duarte tuvo que recular y derribó la obra negra de su capricho personal y el mausoleo original se mantuvo –se mantiene– en su sitio original, en el antiguo Panteón De la Regla, conocido hoy como Parque Revolución. También entonces los duartistas creyeron que dicho derribo, ocurrido en las horas nocturnas por maquinaria del estado, no era una derrota de su jefecito. Esa soberbia y esa bizarra fe en creer que son la encarnación de un destino manifiesto a la mexicana en la que el PRI guiará el futuro de propios y extraños, es la que tampoco les ha permitido admitir la debacle electoral del pasado 5 de junio. Ni el místico Beltrones descartó lo poco que le queda de sentido común para hacerse un lado a tiempo, no sin echar culpas hacia adentro, especialmente a Enrique Peña Nieto.
El costoso andamiaje del Vivebús habrá significado entonces uno de los mayores fracasos del duartismo, por más que el cacique se empeñe en declarar en los medios, con el orgullo entre los pies, que él se va hasta el 3 de octubre. En realidad, el Duarte que asumió arrogante la gubernatura en 2010, el de “el poder es para poder”, hace rato que abandonó Chihuahua. Sólo queda el remedo de una bestia que, al filo de los estertores de su vida política, lanza zarpazos para tratar de dañar lo que pueda y a quien se deje.