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El próximo diciembre, la Universidad Autónoma de Chihuahua cumplirá seis décadas de existencia. El gobernador alemanista Óscar Soto Maynez impulsó el proyecto y lo decretó en la calidad de una universidad, no autónoma, del estado. Se ha discutido si con la fundación se buscó una legitimación por ejercicio del poder para resistir ser defenestrado por el poder presidencial de Adolfo Ruiz Cortines, dada la cercanía del gobernador con Miguel Alemán Valdez, al que le debía absolutamente la gubernatura. Sea como sea, la universidad recién creada llenó de entusiasmo a la sociedad chihuahuense, particularmente a los segmentos progresistas de dentro y fuera del partido oficial que veían en la naciente institución un futuro pilar para continuar el proyecto revolucionario que tuvo en Chihuahua capítulos importantes y también trágicos.

Un acierto indiscutible de aquel momento fue nombrar al doctor Ignacio González Estavillo como primer rector. Un médico progresista, simpatizante de la izquierda, nacionalista, pero a la vez con una visión amplia de su tiempo, que le permitía ver no tan sólo a la provincia, lo local, sino la dimensión nacional y universal que en materia de educación tuvo momentos brillantes por quienes ocuparon la conducción de la educación pública en México. Un rector auténticamente respetable, y lo digo porque este cargo difícilmente ha sido cualificado por estos adjetivos. Los creadores de la UACH no optaron por construir sobre las piedras preexistentes el nuevo centro de educación superior, y fue así como el centenario Instituto Científico y Literario desapareció, contra la idea de una universidad que se va fincando y haciendo a sí misma a lo largo de los siglos, como lo hemos visto con la universidad europea. Siempre he estimado que esta es una historia a documentarse.

Autónoma o no, la universidad siempre ha estado en dependencia del gobernador del estado y es cierto que esta circunstancia ha tenido saldos de muy diversas consecuencias. Al principio de su existencia, el cargo rectoral pasó a ser estrictamente de designación política y hacia adentro realmente los únicos que tenían posibilidades de hacer política eran, y siguen siendo, los priístas. En el despacho del gobernador se decidía quién subía o quién bajaba del cargo; la ausencia de autonomía formal, además, lo facilitaba. Tan grotesco era esto que durante los primeros años se habló de la “ley del retrato”, ya que en la galería de exrectores los nones habían terminado bien, por decirlo de alguna manera, y los pares muy mal porque salieron derrocados, cual serían los casos de Felipe Lugo Fernández, José Fuentes Mares –uno de los intelectuales más destacados que ha tenido Chihuahua– y Carlos Villamar Talledo.

Con Saúl González Herrera se conformó un grupo de raigambre liberal, de jóvenes briosos que prometían, sin dejar de lado la hegemonía priísta, alcanzar metas altas. Se malogró en la hora decisiva. Ese grupo veía bien el pensamiento de Vicente Lombardo Toledano, también había sido testigo de la presencia de Martín Luis Guzmán al recibir el doctorado Honoris Causa por la UACH, escuchando un brillante discurso en el centenario del pensamiento liberal mexicano en 1957. La levadura estaba, después el pan se quemó en la boca del horno, recordando un verso de César Vallejo. Tuvo un rector también excepcional como el primero: Manuel Russek Gameros, que paradójicamente llegó con el aliento que le dio el gobernador Praxedes Giner Durán y que abandonó la Rectoría (de ninguna manera quería violar la “ley del retrato”) cuando asumió el gobierno Óscar Flores Sánchez, que decretó la autonomía en 1968 y posteriormente interpuso sus oficios para que Óscar Ornelas se convirtiera en su sucesor, lo que en términos generales fue bien visto, sobre todo por las áreas humanísticas de la propia universidad. Hablo del año en el que el país se estremeció por la irrupción de los jóvenes en la vida política que brilló en las calles durante ese año axial. Russek Gameros inició con un diálogo permanente con los estudiantes y los académicos, una reforma a la universidad, convocó a expertos, se rodeó de algunos colaboradores progresistas, sabía escuchar y no era infrecuente que se le viera departir amable y generosamente con el alumnado, que lo confrontaba con huelgas, manifestaciones masivas, pero nunca le faltó al respeto ni a su investidura. Esto lo emblematicé casi fotográficamente, en mis recuerdos, por aquella madrugada fría y lluviosa de febrero de 1968, cuando nos recibió en su casa para discutir la solución de un conflicto estudiantil y probamos por primera vez el buen coñac de factura francesa. Esa noche Diego Lucero Martínez, en su calidad de dirigente de la Sociedad de Alumnos de Ingeniería, sin renunciar a sus banderas, se bebió dos buenas copas que le permitieron regresar calientito, con toda su tropa, a las guardias de la huelga. Había un trato decoroso, atento de la dignidad, y un sentido profundo de que la universidad sólo es posible cuando se define esencialmente como una comunidad de estudiantes y maestros. Después, todo fue diferente.

Esos estudiantes –hablo del post 68, de la estrujante realidad de los halcones en 1971, del 15 de enero de 1972– y un grupo de maestros se propusieron transformar la universidad, documentaron sus ideales, lo hicieron con honestidad y congruencia; cometieron errores, desde luego, pero también grandes aciertos y fueron derrotados. Además asumieron las consecuencias. Inició una historia de dependencia política marcada por la servidumbre en todos los órdenes. Personajes como José R. Miller, Reyes Humberto De las Casas Duarte, Rodolfo Acosta Muñoz (al que Víctor Orozco calificó de Urcuyo, el efímero heredero del somozismo) Rodolfo Torres Medina, José Luis Franco, más que rectores fueron síndicos de una quiebra muy dolorosa de la que Chihuahua no ha salido y que es clave para entender por qué se truncó un proceso que pudo haber colocado a Chihuahua en una órbita de conciliación del viejo liberalismo político y las nuevas corrientes libertarias del mundo moderno. Cuando esto sucede es cuando uno comprende que las derrotas son derrotas y que el pago de sus facturas es altísimo, no para quienes sufrimos la represión, que sería lo de menos, sino para la sociedad que perdió un soporte importantísimo para su mejor desarrollo.

Escribo a grandes trancos, podría hacerlo a detalle, pero esa no es mi intención ahora, porque realmente a lo que quiero referirme es a esto: se ha decretado una conmemoración por las seis décadas, aunque no sean muy convencionales, porque lo usual es cada cuarto de siglo, cincuentenario, de acuerdo a una tradición no obligatoria, lo reconozco. A final de cuentas, qué bueno que sesenta años ya empiecen a marcar adultez y, por tanto, contestar a las preguntas: ¿qué se ha hecho, qué se ha logrado, dónde estamos?, en fin.

Pero me he encontrado con una ausencia: los que quedamos fuera, y no voy a hacer la lista, la diáspora, los que estuvimos un ciclo de diez años y tuvimos que peregrinar hacia afuera, no estamos contemplados. ¿Nunca existimos? Esos años de lucha que definieron están velados, como las viejas películas fotográficas que se exponían a la luz por impericia.

He revisado escrupulosamente lo que se conoce de este jubileo político, su programa, y desde luego si llegase a venir Mario Vargas Llosa, ahí estaría presente hasta en una pantalla exterior. Pero me he encontrado con una ausencia: los que quedamos fuera, y no voy a hacer la lista, la diáspora, los que estuvimos un ciclo de diez años y tuvimos que peregrinar hacia afuera, no estamos contemplados. ¿Nunca existimos? Esos años de lucha que definieron están velados, como las viejas películas fotográficas que se exponían a la luz por impericia.

Pero como la historia es la historia, y además ya han pasado más de cuatro décadas del desenlace, no estaría mal que el foro se abriera, que se diera una confluencia de ideas y personas que ayudara a que la Universidad Autónoma de Chihuahua se vea en el espejo. Le hace falta y nos hace falta, más lo primero que lo segundo.