Los periodistas volvieron a comer alpiste navideño de la mano del cacique César Duarte. Cual rumiantes, les gusta ese forraje. El motivo de la circunstancia sigue siendo la posada anual y el permanente es fortalecer el control sobre los medios. Venido a menos el festejo, porque ahora no hubo vedettes de buen cartel, como Maribel Guardia, Lorena Herrera, Mariana Seoane y Niurka Marcos, que al parecer saben más de periodismo que Umberto Eco. De todas maneras se celebraron rifas de aparatos electrónicos, preparando a los periodistas para el apagón analógico, corriendo buenos vinos y licores, hubo risotadas y toda esa parafernalia de los saraos en los que se dilapidan bienes públicos.

Asistir a esos eventos, pudieran decir los que son visitantes constantes, es cosa de urbanidad, buenas maneras y acatamiento de las reglas del ceremonial; pero ese argumento, aparte de sobado, pretende soslayar una realidad inocultable: la pusilanimidad y ausencia de dignidad de quienes están obligados a mantenerse distantes, porque aquí la forma es fondo, denota una política de control en la que la cuota mayor la pone la conciencia del controlado, del que va a recoger su producto gramineo navideño. No se esperaba otra cosa, lamentablemente. Extrañamos que algunos periodiquetes digitales no hayan publicado sus galerías de fotos; y es que, aparte de no tener vergüenza, también ocultan sus pecados nada veniales.

 

 

Apostilla a la columna del martes 8 de diciembre

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Ayer, varios abogados me hicieron llegar fraternal crítica en torno a mi dicho de que los magistrados del Tribunal Superior de Justicia “le concederían licencia” a José Miguel Salcido Romero para asumir la Secretaría de Educación, Cultura y Deporte, dejando vacante el cargo de magistrado presidente, reconviniéndome que esa licencia es facultad del Congreso del Estado. Bienvenido el señalamiento, pero la intención de la columna es otra: señalar a los magistrados como miembros de un poder aherrojado que debió oponerse al perverso juego en contra de la división de poderes y particularmente a la humillación sufrida no tan sólo por los silentes magistrados, sino por los que aspiramos a la construcción de un Estado de derecho. Cuando escribí la columna de ayer consideré innecesario referirme a la facultad del Legislativo, dada la sistemática obsequiosidad con la que se ha conducido en todos los casos, y el que me ocupa, como ya vimos, no ha sido la excepción. Empero, reconozco que la precisión hubiera sido valiosa y agradezco a los colegas el tiempo que se toman para sus oportunas observaciones.