Los diputados federales, a punto de concluir su periodo de tres años, han deambulado por los programas radiofónicos de las cabeceras distritales para dar noticia de lo que se supone hicieron allá en San Lázaro. Todos y todas no pierden la oportunidad de declarar que están a la espera de un nuevo puesto público, sobre todo de elección popular. Pareciera que el cargo es sinónimo de una liana tarzanesca que permite ir haciendo escalas en el ejercicio burocrático del poder. Lo de tarzanescas va como elogio, pues podríamos hablar, con mejor contundencia, de la famosa Chita que acompañó al hombre del grito que hizo estragos en el mundo colonial de África. (Darwin no me lo perdonaría).
Escuchándolos (no a todos porque prácticamente todos dicen lo mismo) encontramos un común denominador: quién más, quién menos “bajó” del presupuesto tantos o más millones de pesos que supuestamente se plasmaron en obras para sus comunidades. La nueva frase del diputado y/o diputada es: “Bajé equis millones de pesos para…”. Esto significa la más ruin desnaturalización de la representación política a que están obligados. Nadie los eligió para que anduvieran con los funcionarios menores recomendando cosas que las más de las veces ya están presupuestadas, y no porque los diputados hayan intervenido; simple y llanamente las dependencias del Ejecutivo toman los acuerdos, desvirtuando de paso que la función de un diputado es decidir las políticas de ingreso y de presupuestación, actividad dentro de la cual es imperceptible lo que pueda hacer cada uno de los 500 que integran la Cámara Baja del Congreso de la Unión.
Y como en esto no hay ni clemencia ni medida, si ayer dijo Pedro que trajo 200 millones, mañana dice Minerva que ella trajo 400. Total que nadie les va a pedir cuentas ni les va a exigir que lo demuestren… y ni podrían hacerlo. La falta de lógica de todo esto es que como el diputado está absolutamente desprestigiado y en el imaginario colectivo equivale prácticamente a nada, al levantadedo, al dormilón, y todo lo que se le pueda sumar a esto, pues presumir que “bajó” tantos o cuantos millonsejos, lo cubre de aparente utilidad, en piezas de tramoya para disfrazar la división de poderes y la congruencia constitucional con las obligaciones a que están sujetas las instituciones que la ley previene.
Nunca nos dicen que ocuparon su tiempo en reproducir su propio poder y el de su partido como tarea central, que fungieron como defensores de la tiranía, que elevaron los impuestos, que vendieron los intereses del país, o sea las cosas graves que golpean a la nación y de la que ellos quieren deslindarse con la frase: “bajé tanto o cuanto”, avistando desde luego el nuevo cargo al que aspiran para seguir medrando. Diputado significa representante, pero en otras parte del mundo, no aquí. La sociedad sabe que es lo que en verdad se bajan. Pero esa es otra historia.
Eleno de (des)Troya retira estatua antes de develarla
Los buenos oficios del director de Desarrollo Urbano de Ciudad Juárez, Eleno Villalba, pero sobre todo sus filias religiosas que tan convenientemente presume ahora ante la prensa, están detrás de la decisión de retirar la estatua del ángel que el obispo José Guadalupe Torres Campos censuró por considerarla “obscena”. Y más que eso, la obsequiosidad de César Duarte y de Enrique Serrano, que bienconsagrados al Sagrado Corazón de Jesús, no pueden ir en las decisiones que debieran ser públicas, más allá de sus íntimas convicciones, y en este caso de los deseos de un jerarca católico.
Villalba, quien ahora actúa como acólito favorito de monseñor Campos, cínico y dejando de lado su papel como servidor público, justificó la orden del prelado diciendo que si éste se lo solicitaba retiraría la estatua, a la que ni siquiera se le dio la oportunidad de ser develada; lamentablemente, más allá de su calidad estética, su conocimiento público tuvo que ver más con la escandalosa moralina de un religioso que impone su criterio sobre un orden civil, y un funcionario desobligado del interés público y bajo un proceder laico.
Pero el acartonado Eleno no se midió: para tratar de amortiguar la censura eclesial que acató como cordero, declaró algo que ni él mismo ha de haber creído, respecto de la estatua señalada como “obscena” porque representa a un ángel arropando a una mujer desnuda: “El cuerpo humano es lo más hermoso que hizo Dios, no hay otra cosa más hermosa y yo como católico lo sé”. Pero ante el demantelamiento dijo que “el mundo no va a terminar por eso” y pidió “dar más importancia a temas con más trascendencia”. Así habló el que alguna vez fuera candidato a la presidencia municipal de la tierra que hoy gobierna el vampiresco Enrique Serrano y representante activo, desempolvado, del jurásico priísmo juarense.
Claro que una vez consumado el acto –el de retirar la estatua, por supuesto– Eleno (¡ay, Eleno!) se desdijo, o más bien, ya no quiso decir lo que había dicho: el retiro de la escultura, creada por Jorge Marín, un artista que según expertos del Distrito Federal ya le endilga esculturas a políticos incautos, fue para “repararla, reforzar las piezas y evitar robos” y hasta tuvo el descaro de descartar que el retiro de la escultura fuera “por algún problema con la diocésis católica”. Esto último, aunque es producto de una reafirmación verbal, sí es creíble: precisamente el retiro de la escultura fue porque no existe ningún problema con la diócesis católica.
En esencia se trata de una agresión más al Estado laico, el privilegio de las moralinas hipócritas que se escandalizan porque se muestra el cuerpo humano tal cual y como el gran acervo artístico de El Vaticano lo tiene documentado para todos los turistas que vistan Roma. Se trata de funcionarios públicos lacayos y oportunistas que pretenden darle marcha atrás a la rueda de la historia, olvidándose de que hace mucho la Colonia terminó y que la separación iglesia-estado está plasmada en la Constitución, aún con los residuos que la dejó la reforma salinista. Qué lejanos están aquellos tiempos en los que José María Luis Mora, el primer gran líder del liberalismo mexicano, desde una institución pública en Toluca le llamó la atención a los curas y campaneros para que no agitaran los badajos cuando sesionaba el Congreso. Aquí, tanto Don Barzini Serrano como Eleno de (des)Troya sirven a la carta los caprichitos del nagualón José Guadalupe Torres Campos, que se turbó más de lo común por una estatua que da más pena que gloria.