Muchos creyeron, al empezar a percibir la noticia de la fuga de El Chapo Guzmán, que se trataba de una broma de humor negro político o de una simple vacilada. Segundos después confirmaron que no era así y empezaron las reacciones de todo tipo, bordando sobre un tema llamado a tener enormes consecuencias políticas. Muchas veces se ha hablado de Estado fallido para caracterizar a nuestro país; entiendo que dentro de ellos el concepto se estima como una exageración no aplicable al caso mexicano, como en su momento sirvió de categoría para analizar lo que sucedía en Haití o algunos países africanos. El consuelo era que si bien esta o aquella característica servía para describir realidades que aquí tenemos, la totalidad demostraba la presumible falacia.

No es el caso meter con calzador una forma de caracterizar en olvido de otras, pero si leemos con cuidado los indicadores establecidos por la Fundación para la Paz, lo que ha afirmado Noam Chomsky o las conclusiones a las que ha llegado, con visión estratégica, Foreign Policy, sus descripciones, aún las más reduccionistas, aportan tipos modélicos para darnos cuenta, al menos, de que en México podemos hablar del Estado que no tenemos.

Aquí son frecuentes los éxodos crónicos de la población y los desplazamientos; la desigualdad coloca a México en los niveles más agudos; hay una pérdida de legitimidad de los gobiernos, demostrable durante el pasado proceso electoral con el enorme volumen de abstencionismo; los servicios públicos se han deteriorado (ya ni gasolina se puede comprar regularmente); el Estado de Derecho está suplantado por la discrecionalidad y las violaciones a los derechos humanos son recurrentes; los aparatos de seguridad a veces juegan su rol, omitiendo el cumplimiento de la Constitución, cual sería la presencia del Ejército y la Marina en tareas de policía que corresponden al brazo civil; la preeminencia de las élites económicas sobre el Estado y la operancia de poderes fácticos ingobernables. Añada a todo esto que el gobierno ya no alcanza a proteger a los ciudadanos de la violencia y no tiene el monopolio del uso de la fuerza sobre su territorio, como lo evidencia que en una especie de bóveda bancaria carcelaria se pueda escapar el más prominente delincuente que tiene el país. Al escribir de esto pienso en el Estado que no tenemos, del que carecemos y el que nos hace una falta superlativa, sin que esto insinúe en lo más mínimo un régimen de fuerza dictatorial.

¿Qué es lo que hay y que ha suplantado al Estado? Hagamos a un lado el cinismo de Enrique Peña Nieto al hablar de “afrenta al Estado” para caracterizar la reciente fuga de Joaquín Guzmán Loera. Lo que hay es el Estado doble, del que nos habla Luigi Ferrajoli:

“…nuestro Estado es en realidad un doble Estado, detrás de cuya fachada legal y representativa había crecido un infra- Estado clandestino, dotado de sus propios códigos y tributos, organizado en centros de poder ocultos, destinado a la apropiación privada de la cosa pública y recorrido secretamente de recurrentes tentaciones subversivas. Así, pues, un doble Estado oculto y paralelo que contradecía todos los principios de la democracia política y del Estado de Derecho, desde el principio de legalidad al de publicidad, visibilidad, controlabilidad y responsabilidad de los poderes públicos”.

Quiero decirlo sintéticamente: lo que hay es una corrupción instalada a todos los niveles, y esta categoría, cuando caracteriza al Estado, es que el mismo ya falló, ya fracasó. No se trata de ir a lo que muy pronto se convertirá en una multiplicidad de leyendas urbanas: la distancia del túnel, el espacio de las regaderas, la motocicleta que desplazaba escombros para hacer el socavón, la finca que sospechosamente en la cercanía del “inexpugnable penal” se construía a modo, el carácter casi heroico de quien perpetró la fuga del siglo, y mil cosas más. De lo que se trata es de entender que si el capo salió fue por un esquema de corrupción que está instalado desde Los Pinos, pasando por la Secretaría de Gobernación y fuerzas armadas, PGR, la Comisión Nacional de Seguridad, encabezada por Monte Alejandro Rubido, surgido de las entrañas del CISEN, y todos los estratos jerarquícamente bajos ligados al tema. Se trata de la connivencia y colusión con el crimen, porque aquí política y delincuencia aparecen como hermanas muy queridas. No hay que darle vueltas al tema. Lo que ha sucedido es la evidencia mayor de la corrupción política, del mundo de los negocios negros en los que al Estado se le convierte en una fachada, y la fachada, sin estructuras, sin Derecho y sin nada, apesta a Estado doble y Estado que ha fracasado.

Me sumo a las voces que reclaman la dimisión de Enrique Peña Nieto de la Presidencia de la República.