La muerte del guionista de la película Rebelde sin causa, Stewart Stern, me movió a reflexionar sobre la lucha que actualmente libra Unión Ciudadana contra la corrupción política. No está de más señalar que esa cinta marcó de manera indeleble a quienes iniciábamos la juventud durante el segundo lustro de la década de los 50 del siglo XX. No fue para menos: entre muchas otras producciones culturales, el mundo de la posguerra empezó a encarar un nuevo actor: los jóvenes, los que veían que si bien se había derrotado al totalitarismo nazi-fascista, continuaba con otro rostro también siniestro, sufriendo los estragos de una Guerra Fría opresiva y desde luego las insatisfacciones de una reconstrucción mundial que continuaba expresándose a través de conflictos bélicos en el mundo colonial que buscó su libertad, y que no alcanzaba a convencer a la juventud que estallaría mundialmente en 1968.
Contra la visión –al menos una posible– de la película que dirigió Nicholas Ray, su sólo título se aprovechó para denostar a la humanidad emergente en aquellos jóvenes. Se decía, en clara alusión a la defensa del mundo de los viejos –entre ellos no pocos gigantes– que no había causa que diera aliento a la nueva sangre. Desde entonces data la idea de que quienes luchamos con la convicción de que un mundo mejor es posible, no tenemos motivos, ni razones, ni fines, ni causas. ¡Qué caso tiene detenerse en esa falacias!, más cuando los que fuimos, hoy somos, hombres y mujeres añosos, pero en realidad este texto no tiene como propósito de fondo la memorable película que marcó un hito en el cine mundial en más de un sentido: las caras de James Dean, Sal Mineo, Natalie Wood, los primeros jeans, las camisetas blancas, los copetes, que llegaron después para desgracia del país, entre otros íconos estéticos y culturales.
La realidad es que, jóvenes o viejos, rebeldes con causa hay en todo el planeta, y no se diga en este país. Una de esas causas es, ni más ni menos, extirpar el cáncer y la metástasis de la corrupción que se abate por todo el territorio mexicano. Esa corrupción cobra rostros concretos: Peña Nieto, Videgaray, Ángel Aguirre, José Murat, César Duarte, Héctor Murguía y tantos otros. Quiero decir que causas para ser rebelde sobran.
Y ya que hablamos de películas, también quiero recordar muchas otras, y permítanme que no las mencione porque en mi infancia, en todas ellas, invariablemente, quien cometía un crimen lo pagaba. Era –en criterio de la estudiosa española Adela Cortina– lo esencial: lo inteligente, lo razonable, era sin duda ser honrado y bueno. Nos dijo: “No apostar por la honradez era, en definitiva, un error de cálculo, una solemne estupidez”. Creo que la cinta El Padrino, con su formidable crítica, evidenció que la historia de la mafia no era otra cosa que la historia del capitalismo que tenemos; así lo reconoció el mismísimo Marlon Brando; y también del Estado que tenemos, en el que las instituciones constitucionales son una simple fachada tras de la cual se parapetan los miembros de la clase política que han vertebrado un granítico pacto de corrupción e impunidad. Ahora el lema es el crimen sí paga, y la senda por donde se indica es menester transitar rumbo al éxito, es precisamente lo no inteligente, lo no razonable, lo no honrado, lo no bueno. Así están las cosas y la autora a la que antes he citado, realizó un estudio del cómo se puede generar un antídoto contra la corrupción desde la sociedad civil, modelo que de alguna manera he tomado en cuenta al participar activamente en la creación y despliegue de Unión Ciudadana.
En particular me voy a referir a eso que llaman sociedad civil organizada, esa que ha fragmentado o parcelado los problemas de la sociedad para atenderlos de manera especializada y contando con el apoyo de financiadores. No tengo prejuicio contra esto cuando se hace con transparencia y honradez, pero también he defendido que hay que hacerlo de manera voluntaria y sin esperar una peseta de nadie, menos del gobierno y tampoco de aquellos que, al dar condicionan ambiciones, metas en búsqueda de nuevas servidumbres. Quizá estoy influenciado fuertemente por aquella visión de que los grandes cambios que ha habido en la sociedad se han dado por la vía plebeya, por aquellos que sólo tienen, al apostarse en la lucha, nada qué perder, sino las cadenas radicales que lo atan e impiden su liberación.
Digo esto pensando al menos en tres cosas. Se requiere, en primer lugar, una visión política de la corrupción y una defensa de la política como praxis, para lo cual se necesita vocación –paciencia y mesura, dijo Max Webber– y nunca pensar que basta el sacrificio de dos o tres tardes, más si son de domingo, para alcanzar altas metas. No decir esto claramente es hacer antipolítica, y hacer antipolítica en el México de hoy es, ni más ni menos, que apalancar al PRI para que continúe en el poder cuando menos otro ciclo igual al que concluyó en el año 2000, con setenta años de desgarramiento de la república, sin omitir la crítica de fondo a la alternancia y sus déficits.
Luego, el trazo de una precisa estrategia para ganarle la guerra a los corruptos, poniendo en acción tácticas que permitan ir ganando batallas concretas y específicas. Por poner un ejemplo: el usurpador Huerta cayó porque Villa se levantó en Chihuahua; insurreccionó Durango; ganó Torreón, luego Zacatecas; quebró al ejército federal e hizo triunfar, con el concurso de muchos otros, el constitucionalismo con que inició el Plan de Guadalupe. Así, Unión Ciudadana tiene que ganar la causa contra Duarte para que Chihuahua se instale en el esquema de la rendición de cuentas y el Estado de Derecho; pero lo propio se tendrá que hacer contra el negro historial de José Murat en Oaxaca, o contra Ángel Aguirre en Guerrero. Batallas que tendrán repercusión en Los Pinos para que se suelten las amarras que sostienen los cacicazgos que han desfigurado el estatuto constitucional del federalismo mexicano. Si no le llevamos la lumbre a Peña Nieto, va a ser difícil, pero no imposible, que triunfen las causas que hemos señalado.
Finalmente, y haciéndonos cargo de que la gran corrupción que azota al país es una especie de carretera de dos pistas, de ida y vuelta, tendremos que concluir que en ella están involucrados un gran número de empresarios –devotos del mercado, a secas– que basan su éxito en el pago de jugosas regalías a quienes están al frente de las instituciones para que actúen en su favor. También hay la corrupción que se da en el ámbito interno del poder, pegarle al cajón, como se dice coloquialmente. Pero mientras esos barones del capital continúen dando premios a los gobernantes, aparte de ser cómplices, están condenando a la sociedad mexicana a la terrible enfermedad de la corrupción que golpea a todos por parejo, reconociendo los nichos de confort en los que se pueden mover quienes tienen al poder como el facilitador de sus negocios.
Un autor, que no viene al caso mencionar, nos proporciona una clasificación de la corrupción por colores: la blanca, que se emblematiza en el pago de una mordida al agente de Tránsito; la negra, como la que se dio con el FOBRAPROA, o se puede dar en Chihuahua cuando Duarte pretenda negociar su fraudulenta deuda con recursos fiscales de la federación que puede venir a rescatarlo; o la gris, la más dañina para la sociedad democrática, que se padece todos los días por pagar un diezmo para obtener una licitación, concesión o proveeduría. Aquí el reclamo, si bien es parejo a todos, es un dardo dirigido al corazón de los cómplices empresariales de la clase política que se reproduce con la impunidad. Ojalá y lo entendieran. Para mí esa es una rebeldía con causa. Por eso, recordando la vieja cinta que protagonizó James Dean en su cortísima vida, sigo creyendo que “sueña como si vivieras para siempre, vive como si fueras a morir hoy”.