A lo largo de varios lustros y siempre al lado de colectivos de izquierda he buscado que se construya y consolide un sistema democrático y avanzado para México y, preconizado la indispensable lucha por la equidad y la inclusión, para acabar con el rezago más que centenario de la injusticia que ha golpeado a indígenas, campesinos, obreros, estudiantes y otros agrupamientos que han sufrido la represión. Como la que ahora lacera a migrantes, desaparecidos y desplazados víctimas del crimen organizado, las policías y los militares. Estos últimos con el disfraz de la Guardia Nacional. 

No hablo de una izquierda oficialista sino de otra hoy dispersa e invertebrada que a mi juicio está en el deber de hacer un alto en el camino, realizar un balance y un corte de caja que sirvan como premisa para un nuevo programa que le permita sortear todo tipo de vicisitudes con una nueva carta de navegación que hoy se ve dificultada porque el gobierno establecido en la república y un poder aparentemente incontrastable presumen de estar en eso que se engloba bajo el adjetivo de la izquierda, así sin marchamo alguno.

Esa vieja izquierda, obligada a renovarse, luchó denodadamente por democratizar el país, abandonando viejos dogmas como la dictadura del proletariado o la vía armada, adoptó la divisa de transitar y consolidar una democracia avanzada, el acotamiento y control del poder presidencial casi monárquico, la liquidación del corporativismo sindical para convertir a los asalariados en ciudadanos quitándoles las cadenas de la servidumbre. 

Reivindicó la división de poderes, las balanzas y contrapesos postulados por la democracia liberal y en un vertiginoso proceso político, se renunció a las vías violentas para enfrentar la hegemonía del PRI y en su momento a un par de gobiernos panistas que le quedaron a deber a México. El neoliberalismo no tan solo fue puesto en duda por esa izquierda, sino que en su contra se luchó por liquidarlo con el ideal de que un mundo diferente y justo eran posibles. La vieja idea de la revolución democrática se puso en juego.

Hablo de un ciclo largo, no le pongo fecha de nacimiento por no incurrir en exclusiones que han de someterse al balance señalado.

Porque ahora tenemos un presidencialismo exacerbado que camina con rumbo a la autocracia. Un Congreso en el que la arrogancia ha opacado la pluralidad y al diálogo y que además se maneja verticalmente desde la residencia de la presidenta. Claudia Sheinbaum se enrumba por el arreglo con los neoliberales del corte de Carlos Slim, que ha mostrado un mimetismo procaz de ser presidencialista con Salinas, Calderón y López Obrador, tal y como lo hace ahora con la presidenta. Se decretó las muerte del modelo neoliberal, se levantó la partida de su defunción pero está más vivo que nunca y eso obliga  a una redefinición de la izquierda ante una adversidad que parece incontrastable y que lo será más  sino se empieza a encararlas y con el arrojo que se tuvo en el pasado y que está documentado con abundancia.

Del lado del oficialismo hoy se respira un autoritarismo verticalista de imponer a toda costa sus proyectos, desentendiéndose de que este país esta lejos de caer en un solo partido y en ese contexto la peregrina idea de Andy López Beltrán de que MORENA tenga 10 millones de afiliados tiene un tufo que le  envidiarían Mussolini, Hitler y Stalin, cuyas estadísticas partidarias jamás alcanzaron esos números, a menos de que, por decreto se imponga una militancia prototípica de los gobiernos totalitarios.

Me he referido a la trayectoria de muchos hombres y mujeres que han transitado en izquierda y entiendo que muchos optaron por quedarse en el oficialismo, otros se cansaron o se decepcionaron, pero hay una reserva con muchos afluentes nuevos para que renazca un proyecto esperanzador.