La vitriólica reacción de López Obrador en contra de integrantes de la comunidad cultural que manifestaron públicamente su adhesión electoral a la candidata Xóchitl Gálvez, debe mover a una preocupación mayor en torno a lo que hace y dice el alto funcionario en las postrimerías de su mandato, porque tengo para mí que se está desquiciando el final de un momento que él cree único.
López Obrador en no pocas ocasiones se ha auto concebido como un heredero superior de la rica herencia del liberalismo mexicano del siglo XIX que llega como vivo aliento e ideal a nuestra Constitución. Basta señalar que este alto código es explícito en la norma que permite la manifestación de las ideas sin que sean sujetas a inquisición alguna. Que es inviolable la libertad de escribir y publicar escritos sobre cualquier materia y las prerrogativas ciudadanas para asociarse, pacíficamente y con objeto lícito en torno a la política del país, así como agruparse para participar en los asuntos políticos de la Nación.
Lo expuesto es un simple repaso a la vida esencial de las libertades públicas que deben cobrar en su ejercicio el carácter de normalidad y cotidianidad. Obviamente que esto supone una deliberación que puede alcanzar altas temperaturas, nada que no se haya visto entre nosotros y prácticamente en el mundo entero.
Pero la racionalidad que está atrás de la ley, la obligada abstención del poder en su injerencia por elemental prudencia y autocontención, el haber protestado cumplir y hacer cumplir la Constitución, parecen aspectos que no figuran en el diccionario político del presidente.
Su reacción al desplegado denota que está altamente desesperado, no sé si porque le preocupa el desenlace de las elecciones o porque la enfermedad adónica, o la hibris, lo estén llevando por un rumbo que a final de cuentas a él lo perjudicará, por elección propia, pero que el perjuicio puede llegar más allá y desde luego que ahí encontrará a quien resista.
El presidente ejerció una inquisición inadmisible y si bien no alcance el rango de judicial o administrativa, no por eso deja de verse en el papel de un Torquemada al final de su ciclo. López Obrador tildó a los firmantes de la adhesión a Xóchitl Gálvez de ser ambiciosos, obnubilados por el dios del dinero seudo intelectuales, vividores y alcahuetes de la oligarquía corrupta, poseedores de retacería de seudo teorías, alquilados a viejos regímenes opresivos, Para concluir que ese ramillete de ciudadanos, que tienen derecho y con los cuales se puede discrepar, jamás defienden a su pueblo, para advertir que en todo esto hay algo de saldo positivo: según el presidente cayeron las máscaras y ahora ya sabemos quiénes son.
Me detendré en la palabra alcahuete y a quien ejerce ese oficio: aquí se insinúan complicidades para lo ilícito, vida de burdeles, mancebías, correveidiles, chismosos y ya de suyo estamos en presencia de un lenguaje, dígase lo que se diga, muy propio de los dictadores del pasado y de los que en estos días asuelan a no pocos países.
Y es que el discurso de López Obrador que comento, de manera inequívoca hace suponer que sus convicciones y valores personales son absolutos y los únicos que se pueden difundir, evidentemente que en el discurso presidencial hay amenazas a quienes se oponen al complejo de grandeza presidencial y aquí les recuerdo que ya se difunden por el país efigies de López Obrador catalogándolo como unos de esos hombres que nacen cada cien años. Se adosan a ese discurso dictatorial, el opio de la historia que ha marcado de simbología al sexenio, a grado tal que las reglas y ceremonias constitucionales se han reducido a la entrega de un bastón de mando que de paso transgredió las cosmovisiones de los pueblos originarios.
Toda esa palabrería presidencial desemboca en algo así como el “pueblo soy yo”, “yo presidente digo por dónde” y “yo dicto los anatemas”. Todo esto desdeñando la ley y la propia y mejores páginas de la historia de este país.
Conozco a algunos de esos importantes intelectuales, investigadores, hombres y mujeres de la cultura. Con unos coincido, con otros discrepo, pero quisiera que el presidente los respetara, que se respetara a sí mismo, dejando de lado discursos de plazuela que tampoco le vendría bien a un personaje menor como Mario Delgado. En el fondo que dejara de lado sus convicciones y actuara con una ética de la responsabilidad. Sé que es mucho pedir y además inútil.
Los amanuenses que han nutrido de tarjetas a López Obrador sobre la etapa del presidente Juárez y la República Restaurada, extraídas de la pluma de don Daniel Cossío Villegas, que si viviera se solazaría con el actual estilo presidencial de gobernar, seguramente le han dado noticia de lo que paso a transcribir de la obra del importante historiador:
“A Juárez y a Lerdo debió herirles entrañablemente el disentimiento de hombres de la valía de Ramírez, Altamirano, Riva Palacio o Sierra, sobretodo porque en los cuatro casos era injusto; a buen seguro que hubieran deseado contarlos entre sus partidarios, entre sus amigos y aun entre sus admiradores; pero Juárez y Lerdo, como gobernantes sentían la libertad igual que su adversarios; sabían que la libertad de sus enemigos era la condición de su propia libertad, y que la del país dependía de la libertad de todos. En fin, para esos dos presidentes y para sus enemigos políticos la libertad era un mérito, algo que distinguía a los hombres y no que los hundía en el olvido o los hacía presa de la persecusión”.
Cambiando lo que haya que cambiar, ahí está el detalle.
López Obrador: nos hace daño tu inquisición.