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Primero tuvimos un fiscal que se hizo famoso porque su nombramiento se lo envió Dios por intercesión de su profeta César Duarte; cuando se fue ignoramos si fue el Supremo el que lo ordenó. Hoy está en su casa y sus negocios, gozando de los frutos de la corrupción. Luego, ya más terrenal, llegó Jorge González Nicolás a la titularidad de la Fiscalía General del Estado. Al principio con una mediana fama de hombre honrado, ahora ya con una gran fama pero en sentido contrario (y es que, como dijo Lord Acton, el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente). En tal sentido, lógico es que recurre a las frases estrambóticas y efectistas que sólo él, en su ingenuidad, piensa que lo legitiman, y copiando al cacique mayor, anunció que “estaría” dispuesto a dar su vida por Chihuahua. En una república no se concibe a los altos funcionarios como héroes sublimes, se les reclama con sencillez y austeridad que hagan su trabajo, cumplan con su deber, se jubilen y se vayan a su casa. Pero aquí no. En la tiranía todos dicen estar dispuestos a perder la vida misma, lo que desmiente la práctica de ir llenando las alforjas con el dinero de la corrupción y que presuntivamente nos hace pensar que no están ni remotamente añorando el sepulcro, sino la dolce vita. Como le decían al presidente Mao Zedong: larga vida al fiscal.