Erra el camino quien en política degrada el lenguaje, pero el mal mayor al respecto es el que sufre la gente común, la sociedad, para decirlo en su mayor alcance. Es un tema viejo. Entiendo que para la corrección política, lo mejor para los gobernantes es no pronunciar imprecaciones o insultos, aunque el que los diga les dé un gran valor comunicacional de circunstancia.
Pero esa corrección suele ser hipocresía, lo que se dice en privado jamás se pronuncia en público. Pienso que recurrir a ese lenguaje, aparte de ser una falta de urbanidad, que no es virtud pero sí la alienta, es pobreza de pensamiento que, reitero, puede ser eficaz pero efímera.
En la izquierda de antaño ese tema se debatió bastante. Había quienes en un extremo sostenían que el discurso debía descender hasta lo más popular en los giros, hasta caer en el caló del habla ordinaria de ciertos sectores de la gente, y hasta quienes querían declamar el Manifiesto Comunista en alemán, para educar con apego al dogma consagrado.
Lo cierto es que tampoco se trata de buscar el punto medio, el equilibrio aristotélico. Es sabido que políticamente el buen discurso educa y no logra esa meta el que sólo se dedica a mentar madres, a señalar limitaciones personales del contrincante, porque al final eso no tiene eficacia. Es una verdad más que sabida.
Hace unos cuantos días, y abordando el delicado tema de la seguridad pública, la gobernadora del estado de Chihuahua, María Eugenia Campos Galván, le espetó al presidente López Obrador que dejara de “hacerse pendejo”. Después afirmó que las fuerzas públicas locales combaten a la delincuencia con resorteras, en contraste con las armas que utiliza la Guardia Nacional, por ejemplo.
No es extraño en el lenguaje de la Ejecutiva estatal este tipo de expresiones. Recordemos que antes ha dicho que le “rompería el hocico”, aquí en su territorio, al partido MORENA, y en tiempos más lejanos, hasta los Tigres del Norte se llevaron una sonora mentada de madre de su parte.
Sólo por contrastar a la directa Maru Campos con el sofisticado Corral, este en su tiempo empleó su horno para ofrecerle unas rayadas a López Obrador. Rayadas de Parral, por supuesto. Y ya vimos, recientemente, que ese horno funcionó.
Banalidades de banales. López Obrador, créalo por favor, dijo que ofensas como las de Campos Galván no las contesta, como queriendo decir que también en esto él es diferente, pero se ha demostrado que es el campeón del insulto, la descalificación y el gran dador de apodos a sus oponentes.
En realidad es quien más ha degradado el lenguaje desde una posición de poder, para mantener una polarización que le da ventaja electoral. No tiene derecho, o mejor dicho, legitimidad, para reclamar trato mejor, aunque lo adecuado sea siempre emplear un lenguaje preciso y sustantivo para que los que escuchamos, afuera de los ámbitos del poder, podamos apreciar más y mejor lo que divide a los políticos mexicanos de diversos partidos. No hacerlo así, esa es la lección, arroja como saldo catalogar a la clase política como francamente deplorable.
La gobernadora le pide a López Obrador que “deje de hacerse pendejo” e inmediatamente el debate que ocurre no es de contenido, sino de formas y futilidades. Los ofendidos de uno y otro lado piden respeto y se muerden media lengua que rueda por los suelos.
Sé de cierto que López Obrador conoce el Diccionario de mejicanismos de Francisco J. Santamaría y ha leído la entrada donde se explica ese comportamiento. Para el autor, pendejo es “un cobarde, pusilánime, y por eufemismo, tonto, torpe, estúpido”, por lo cual creo que el presidente tomó registro de las palabras de la gobernadora y a su tiempo el acuse de recibo llegará.
Lo delicado de estos comportamientos es que todos salimos perdiendo, porque más allá de la imprecación no sabemos qué pasa; se nos aleja, por ejemplo, de la rendición de cuentas en un tema altamente candente, pero para los gobernantes eso es lo de menos. El debate lo centran en las “malarazones”, cuando lo que necesitamos es escuchar las razones de una crisis que ya está, como es la sequía y la desertificación del norte del país, y la violencia endémica en varios estados de la república, exhibida simultáneamente por el INAH y el Departamento de Estado de Estados Unidos.
Mientras el debate desciende hasta los suelos, la sangre corre por Chihuahua; la reseña actual de atrocidades es impresionante, pero no vino sola, también hay otra delincuencia que se padece en la vida ordinaria de los ciudadanos, a quienes se les exige que tengan conocimiento sobre las sofisticadas competencias de unas autoridades y otras, mientras las funerarias están ocupadas con cadáveres a manos del crimen organizado.
Para el diccionario citado, quien emplea la palabra “pendejo” se conduce de manera gravemente injuriosa y obscena. Su conclusión es que es impropia de gente educada.
En realidad los insultos están en otra parte, y es el ninguneo ordinario de los mexicanos.