En la década de los ochenta del siglo pasado cualquiera hubiera pensado que los conflictos entre el PRI y el PAN por el poder en la entidad darían motivo para que algún historiador escribiera las biografías de los protagonistas, al igual que lo hizo Plutarco con su célebre obra Vidas paralelas.

Y no tanto por la pugnacidad memorable, sino por las circunstancias similares que hacen de dos vidas los canales para explicar los porqué de acontecimientos que quedan para la historia, en el sentido de hacerla, salvedad que apunto porque en estos días a cualquier hecho le dan la categoría de “histórico”, pensando que así le dan realce.

Una obra y narrativa así hubiera colocado a un Fernando Baeza al lado de Francisco Barrio. Ambos se enfrentaron hasta el nivel que alcanzó el fraude electoral del primero y las tragedias del segundo que lo condujeron a la gubernatura del estado en 1992. La senda que pudo haber concluido legal y constitucionalmente en 1986, marcó un paralelo cuando la presea llegaría seis años después, envuelta con celofán salinista.

Pero la historia se ha encargado de desestimar la pugnacidad que vivió Chihuahua en los años ochenta, para hablar de otro paralelismo estéril y vacío. Los distanciaba el proyecto de alcanzar el mismo poder, y todavía existían del lado del PAN reivindicaciones de una nueva ética pública y un ejercicio sustentado en la legitimidad electoral y primaria que tiene en el voto ciudadano la fuente del poder público.

Ahora sabemos que eso no era paralelismo, similar al de los rieles del ferrocarril, sino que se trató de vidas convergentes en el que el punto de fuga no era imaginario sino real. Hoy ambos personajes están hermanados bajo un mismo techo y pretextando que hay una tiranía en el horizonte que se debe impedir.

En realidad cuando se observa con cuidado el comportamiento de la clase política priista y panista, se encuentran más puntos de unión que divergencias. Ambos en sus propios tiempos abandonaron o cuestionaron el legado de la Revolución mexicana; el PAN primero, defendiendo al mismo tiempo una democracia liberal, fincada en elecciones periódicas, pero a la vez correspondiéndose con una visión que arropó Manuel Gómez Morín como abogado de los banqueros del país.

El PRI hizo lo propio cuando dejó de lado el nacionalismo revolucionario para adoptar como credo el pensamiento único, el Consenso de Washington, o el odiado neoliberalismo. Pero cuando uno trata con miembros de uno y otro partido en este ciclo de la historia chihuahuense –y no es muy distinto en el resto del país– se da cuenta que los personajes de escena en cada uno de los partidos son idénticos: guadalupanos, católicos, empresarios, defensores de una entelequia de familia, diplomáticos, represores, adversarios de todas las agendas de avanzada en materia de derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, y no necesitan apurarme mucho, miembros de algún club como el de los Leones o el de los Rotarios.

Hace unos días se celebró en Chihuahua un evento del PRI y el PAN en el que dieron a conocer sus convenios electorales aliancistas, tanto federal como a nivel estatal. Fue la oportunidad para presentar la candidatura senatorial en primera fórmula de Mario Vázquez Robles y Daniela Álvarez, y ahí pudimos ver en su máxima expresión esta fusión, producto de una vieja derecha política instalada en el poder a lo largo de varios sexenios.

Al líder estatal del PAN se le vio opaco, disminuido por la obvia razón de que hay una jerarquía en la que lucen otros, entre ellos la gobernadora del estado. Pero también vimos una fogosidad y emociones desbordadas en el llamado líder del PRI en Chihuahua, Alejandro Domínguez, encargado de liquidar la quiebra de su partido en esta región del país.

Habló como un orador de profundas convicciones en defensa de la síntesis acrisolada de dos viejos partidos que se veían a sí mismos como paralelos y que ahora los une una hermandad indisoluble. De la pugnacidad hasta el amor declarado de morir juntos.

Domínguez es una expresión enfermiza de lo que Sartre llamó “la ferocidad de los conversos”. Fue el orador que brilló con su voz, sus argumentos claudicantes y un mensaje corporal que no dejó lugar a dudas de que en alguna ocasión hubo una contradicción irreductible entre PRI y PAN que se convirtió en el amasiato que hoy nos presentan.

Dicen que luchan contra una tiranía que viene, pero no dicen cómo gobernaron, qué hicieron con la confianza popular que algún día tuvieron para constituir gobierno; no han pedido perdón por la corrupción que practicaron cuando aparecerían como diferentes, pero en esencia estaban hechos de la misma pasta política.

Y ustedes se preguntarán porqué en esto no me ocupo del PRD. Porque este, en la contabilidad gubernamental, figura en el rubro de los fondos perdidos, que más bien es perdidos en el fondo. Son nada.