Juan Ramón Flores, el encargado de Comunicación Social en el gobierno de César Duarte, fue nombrado ministro en la Embajada de México en los Estados Unidos. Lo nombró, y lo ha protegido hasta ahora, el gobierno de la Cuatroté, concretamente Esteban Moctezuma, que en una primera etapa de la actual administración federal, fue titular de la Secretaría de Educación Pública.

El cargo de “ministro”, más allá del rimbombante nombre, designa a un operador de una embajada, a pesar de lo cual el propio Juan Ramón se ha encargado de presumir –cómo no– en las redes sociales.

Juan Ramón Flores, como lo he dicho en esta columna, durante la corrupta administración de Duarte ejerció como su vocero; pero más que esto, como el sensor de la prensa chihuahuense. Era el que dictaba qué se publicaba y que no, contando como su instrumento principal lo que se conoce como “chayote”, es decir, la entrega de enormes cantidades de dinero público a los propietarios de los medios de comunicación.

Cierto es que renunció un año antes de que se interpusiera la denuncia penal contra Duarte, lo que inició su despeñadero, pero el daño ya lo había hecho, rearticulando un sistema de control de medios propicio a la tiranía y la corrupción de ese sexenio. Quizá previó el desastre y huyó antes, pero es de los políticos que cae parado, por sus habilidades antes descritas.

Esteban Moctezuma, su protector, es a su vez un alfil de Ricardo Salinas Pliego, dueño de TV Azteca, y miembro del grupo de magnates a los que López Obrador convocó al inicio de su administración para que lo aconsejaran.

Cuando Moctezuma se fue de embajador, se llevó a Juan Ramón, que era su vocero en la SEP, como un auxiliar, que ahora se siente en lugar elevado con el cargo de ministro.

Nada extraño, la corrupción paga, y paga bien. El problema a visualizar es que se confirme en un gobierno que prometió hacer limpieza general.