El martes 24 de octubre fue un día negro para López Obrador, típico de fin de sexenio, cuando todas las ínfulas del poder presidencial se empiezan a minar, a desvanecer, desmintiendo la ya patológica arrogancia del Ejecutivo federal.
Dos de sus gentes cercanas de su periodo gubernamental, le marcaron distancia y se convierten ahora en portavoces de disidencia, en la coyuntura, difíciles de sortear sin sufrir daños.
Uno de ellos es Carlos Urzúa, el primer secretario de Hacienda y Crédito Público de este sexenio, que se separó cuando se decidió presentar un Plan Nacional de Desarrollo sin apego a los criterios consagrados de planeación y presupuestación, que lo convirtieron en un documento de demagogia, al que tan afecto es el presidente López Obrador.
Sucedió que ayer Carlos Urzúa se convirtió en colaborador de la aspirante presidencial del Frente por México, Xóchitl Gálvez, lo que le abona a esta candidatura la presencia de una figura altamente calificada en temas económicos y hacendarios, y que será difícil que desde las tribunas de MORENA se le pueda denostar como acostumbran.
Eso por una parte. Por otra, la senadora Olga Sánchez Cordero subió a tribuna para demostrar que la desaparición de los fideicomisos del Poder Judicial de la Federación es inviable, entre otras razones porque afecta intereses laborales y el funcionamiento mismo de tareas fundamentales de ese poder.
Olga Sánchez, más allá de las discrepancias que esta columna ha tenido con ella, conoce bien las entrañas de todo esto, pues fue ministra de la Corte, pero sobre todo figura muy reconocida por el presidente de la república, a grado tal que la hizo secretaria de Gobernación, luego senadora, y una pieza clave del lopezobradorismo que el día de ayer no tuvo empacho en votar junto con la oposición del PAN, del PRI, del PRD y del Grupo Plural.
¿Desmoronamiento?