Aquí no hay “piedra de la paciencia”, hasta ese desconsuelo nos azota. En la estrujante novela de Atiq Rahimi se narra cómo a esa piedra mágica los olvidados de Dios y de la tierra le hablan para contarle sus desgracias, sufrimientos, y el padecimiento de una existencia de hambre, desamparo, desasosiego, lo que se trae en el alma y no se le confiesa a nadie, en un país como Afganistán. La piedra en esta mitología oye, asimila las palabras del sufrimiento, secretos o visibles, y fatalmente llega la explosión que libera.
“Hablar con las piedras”, así acostumbramos a decir nosotros. Ahí está contenida una verdad que duele: hacerlo ante los gobernantes sordos y utilitarios, que desprecian la dignidad, o a los clérigos educados en espinosas teologías, o a las organizaciones que profesan filantropías navideñas, que no tiene caso ni pertinencia.
Con las piedras se entabla un diálogo más generoso, porque ellas, puede llegar el momento que hasta griten, y al explotar rompan los moldes de una cultura inhumana, para vaciar el bronce de los ideales preteridos, en aras de los privilegios que se encierran con alambre de púas y muros que hablan de fronteras estatales que impiden disfrutar del planeta con entera libertad, sin aduanas, sin ataduras ni cadenas.
Benito Juárez fue un migrante en su país, y un tiempo un fugitivo que encontró un refugio fuera de la patria manchada por una grotesca tiranía. No dudo que haya hablado con las piedras, pero su mensaje esencial fue a los hombres y a las mujeres, profesando un liberalismo cimentado en los derechos, y a la postre triunfó. Con el tiempo, lo que fue un paso al norte, praderas y desiertos, a orillas del Río Bravo, fue honrado con su nombre, y hoy es la Heroica Ciudad Juárez.
Es la urbe sinónimo de sangre, primero por la guerra calderonista, la acción organizada del crimen; luego el feminicidio, y a la postre por la cotidianidad que cobra el fenómeno migratorio con el que el Estado mexicano tiene gran deuda, y el racismo norteamericano continúa con un enfermizo supremacismo racial, despreciable de punta a punta.
Ahí están cuarenta muertos, cuarenta cadáveres, cuarenta bolsas negras embutidas en refrigeradores para su mejor conservación, dicen. Ahí están para regresarlos al país del que huyeron desplazados por la guerra, el racismo, la trata de personas, la violación, la vulneración que practican de manera pertinaz la delincuencia, el hambre y la servidumbre milenaria. Cuarenta muertes de seres humanos que bajaron al infierno y los mató un fuego que se convirtió en nube venenosa.
Antes habían hablado con funcionarios que han hecho de la incuria la forma de ganarse el premio de estar en la nómina gubernamental. Las piedras los habrían escuchado con generosidad. Esos funcionarios están haciendo daño por el capricho de un tirano, el director de un instituto mexicano de migración, de profesión optometrista pero que no ve, y de un director de ese campo llamado “albergue”, que es almirante de la Armada mexicana en una parte del país donde es imposible navegar.
Bien lo pronosticó Hanna Arendt a la hora de realizar el balance del totalitarismo: vivimos en un planeta con una existencia tumultuaria de refugiados y fugitivos, de migrantes que suplican les reserven un lugar en el planeta para realizar, si no sus más altos anhelos, al menos tener la hospitalidad en nuevos sitios a donde los lanza la realidad lacerante de los territorios donde tienen asiento sus patrias y gobiernos. Se trata de países que no han superado la barbarie de la Conquista ni los estragos del colonialismo, con todas sus derivas en dos centurias de vida, que sólo por un eufemismo se llama Independencia.
El migrante pierde su tierra, destroza sus raíces, y lo hace despojándose de sus pertenencias; no cuenta con una eficaz estrella polar que lo guíe en la travesía por el inhóspito desierto. Sabe a dónde quiere ir, y lo ve como su sueño, pero en esencia carece de las herramientas para logarlo, para superar barreras y muros. A su paso topa con toda clase de obstáculos y diques de alambre de púas. El destino es el nuevo campo de concentración, como los que se inventaron durante la dominación europea de Sudáfrica y luego sofisticaron Hitler y Stalin. No quiero exagerar similitudes, pero algo hay de eso.
El síndrome del migrante es el del condenado de la tierra, para el cual no se reconoce ni dignidad ni el derecho a migrar, que es consustancial al ser humano. El asilo debiera ser un derecho sagrado, fundamental. Hoy no lo es, y lo grita la piedra hecha fuego y gas que no libera, como en la novela Atiq Rahimi, sino que mata, ultima, y al privar de la vida, encima de toda la tragedia, los gobiernos les dicen que son “humanistas”. ¡Cínicos!
Hoy los gobernantes irresponsables se recriminan, evaden sus culpas y sus dolos, valiéndose de las competencias que están en la letra de la ley para determinar los campos de lo federal, lo estatal o lo municipal. Adán Augusto López afirma que del tema migratorio se encarga Marcelo Ebrard, cuando la ley y la jerarquía burocrática está en su ámbito; pero además lo hace para denostar a un contrincante presidencial.
Estos funcionarios creen que el pueblo es experto en leyes y facultades, y le hablan con un lenguaje que pretende borrar los cadáveres de quienes algún día pidieron asilo en el país del presidente Juárez y encontraron el fuego que todo lo abraza y destruye. El presidente López Obrador traicionó su propia palabra, y olvidó a los migrantes, esa es una verdad irrebatible. Estructuralmente, su gobierno ha privado de la libertad de manera ilegal a migrantes de una gran pluralidad de naciones, y las condiciones de detención son iguales, o peores, a las de los centros de reclusión de los delincuentes. Ha seguido el mismo modelo norteamericano de aprehender y recluir, vestidas esas conductas con palabras como de “rescate”.
Esa traición corre en paralelo con otra, que es la militarización del país; en el caso que me ocupa, con el almirante Salvador González Guerrero como director de eso que llaman “albergue”. Y mayor traición es la servidumbre de nuestra política exterior, sobre todo en materia migratoria, que está plegada a los intereses hegemónicos de los Estados Unidos, y dentro de este país, a los grupos más conservadores y racistas. La contemporización con Trump habla claro, pero igual sucede con el presidente Biden.
El presidente López Obrador se solaza denostando a la potencia vecina de manera irresponsable y eminentemente retórica, pero el patriotismo que pretende alentar no despierta ninguna pasión. En los hechos, el actual gobierno federal ha denostado el asilo, creado cárceles, y esto duele más porque se traiciona una larga tradición migratoria latinoamericana.
En el balcón local, el drama también se acentúa. El alma fascista de María Eugenia Campos Galván, hoy sustentada en un cogobierno PAN-Priista, está presente. La gobernadora de Chihuahua se siente cómoda viajando a Washington, o retratándose solícita en Austin con el gobernador racista de Texas, el republicano Greg Abbot. Ese ha sido su mundo, desde la cuna hasta ahora, y el aliento de su corrupción, emblematizada en la inútil Torre Centinela.
Y abajo, Cruz Pérez Cuéllar, hoy morenista, pero de añejas raíces en el PAN, también de conducta fascista, que preconizó redadas permanentes de migrantes, algunos de ellos hoy muertos.
En Juárez se pone al descubierto esa amalgama de proyectos de poder, divorciados de los valores más altos del derechohumanismo, que tiene en el derecho al asilo una clave fundamental.
Los migrantes, como en la novela mencionada, habrían obtenido más en dignidad y propiamente de asilo, si hubieran hablado con las piedras, no con ese monstruo, ese Leviatán de engorrosos y retrasados trámites kafkianos. Los pájaros migratorios que describe la novelista, se levantan por el viento. Aquí los humanos caminan y caminan para encontrar el fuego calcinante y el gas letal.
Nunca lo olvidaremos, jamás se los perdonaremos, y sin odio reclamamos que México nació con una gran vocación de ser patria hospitalaria, en la que todo esclavo, de los viejos y de los de ahora, aquí puede modestamente vivir, seguro, y sobre todo en libertad. Esa meta ha sido humillada, traicionada.