A reserva de que se confirme concluyentemente la muerte de José Noriel Portillo Gil, conocido con el mote de “El Chueco”, conviene, para la mejor comprensión de la violencia en Urique, que arrojó hace nueve meses la muerte de dos jesuitas y un guía de turistas, señalar que los expertos hablan de una crisis forense en las investigaciones penales que se practican en el país.
A partir de eso, se puede dudar de toda versión narrativa, y hasta de hechos duros, con los que se pretende poner un punto final a un dramático suceso que manchará para siempre las administraciones del Partido Acción Nacional, tanto la de Javier Corral como la actual de María Eugenia Campos Galván.
Ya es de rutina en nuestro país que los delitos y crímenes de alto impacto tengan como colofón la muerte del principal, o principales, involucrados. Somos el país en el que, a falta de justicia, la máxima es los muertos no hablan, se llevan toda su información a la tumba, y así los gobernantes se quitan de encima la pesada viga de su incapacidad para aprehender a los delincuentes, juzgarlos, obtener la información y cuadrarla, a fin de ir armando el rompecabezas para abatir el crimen.
Aquí es obvio que el afamado “Chueco” ya no le servía a nadie, ni a la delincuencia ni al gobierno de todo los órdenes. Su muerte aligera la carga mencionada.
Para él no hubo abrazos sino balazos. ¿De quién? Seguramente nunca lo sabremos. La información más reciente ni siquiera atina a delimitar la territorialidad en la que se encontró el cadáver (Chihuahua o Sinaloa). Tampoco se sabe si murió bajo el fuego de las fuerzas policiacas o militares, y hasta ha corrido la especie de que los lugareños lo enfrentaron, ultimándolo.
Quizás fue el Estado, tal vez los jefes de un cartel. Quién lo sabe. Pero ambos eran paradójicamente aliados de que el desenlace fuera ese. Si es que fue. No hay aparatos de justicia que funcionen. Pero sí hechos que nos recuerdan la máxima porfiriana de “mátalos en caliente”.
Volveremos sobre el caso.