La gobernadora de Chihuahua, María Eugenia Campos Galván, busca por todos los medios maquillar su biografía. No le importa la verdad, le interesa construir una narrativa que persuada a la opinión pública de que tiene una hoja limpia en su ya larga vida atada a puestos públicos y al presupuesto.
Ella es una muestra de la ancestral empleomanía de la que nos habló el liberal José María Luis Mora, en los albores del México independiente.
Tengo la absoluta convicción de que la gobernadora practica la corrupción política. En su pasado está la complicidad con César Duarte, el entonces titular del Ejecutivo, cuando ella era una diputada local y subcoordinadora del Grupo Parlamentario del PAN, jefaturado por César Jáuregui Moreno. Entonces tuvo injerencia permisiva en la revisión de las cuentas públicas.
También están las ataduras que hoy la unen a un gobierno de cohabitación de PAN y PRI, y dentro de este, la facción del ballezano Duarte, con derecho de picaporte.
He denunciado estos hechos y he estado en la primera línea reclamando justicia contra la corrupción del sexenio 2010-2016, reconociendo que no es a mí a quien toca juzgar; tarea en manos de los aparatos de justicia, que no han funcionado con la calidad constitucional vigente y han estado en desapego a los estándares internacionales en materia de combate a la corrupción que todo lo corroe.
En ese camino nos hemos encontrado el pasado de Campos Galván. Como es del conocimiento público, ella fue vinculada a un proceso penal por el juez Samuel Uriel Mendoza Rodríguez, y fue acompañada en esa condición por los exdiputados Rodrigo de la Rosa (PRI), y María Ávila (entonces PVEM, hoy MC), todos acusados de cohecho, el delito que cometen los funcionarios públicos por recibir dinero para hacer o dejar de hacer algo relacionado con sus atribuciones, y habiendo los elementos conforme a la ley para instaurar el proceso.
Sobra decir que esos tres personajes, aparte de pertenecer a la misma legislatura, fueron instrumentos dóciles del duartismo. Cobraban sus dietas y recibían prebendas millonarias.
Cuando vincularon a Campos Galván, iniciaba el mes de abril de 2021 y era una fuerte pretendiente a ocupar la candidatura al cargo que hoy ostenta. El 7 de septiembre de ese mismo año dicha vinculación se revocó, siendo ya Campos Galván gobernadora electa y encontrándose en la antesala de asumir el alto cargo, con todo lo que esto significa en nuestro sistema y cultura política imperante.
Fue el criterio del magistrado penal de la Tercera Sala del Tribunal Superior de Justicia, Juan Carlos Carrasco Borunda, quien se pronunció por la procedencia de esa decisión y así lo decretó.
Hoy, al juez de la causa se le acusa de haber cometido “faltas graves en su desempeño” en el caso que comento, tachándolo de actuar “bajo presión y consigna” de Javier Corral Jurado, y de la resolución del magistrado se da por cierto que su revocación es conforme a la ley, y obvio, que se dictó en libertad e independencia. Extrañamente, lo que se cuestiona a Uriel Mendoza no es criterio que se le aplique al magistrado.
Al juez lo indagó la Unidad de Investigación y Responsabilidades Administrativas del Tribunal Superior de Justicia del Estado, resolviendo que en efecto cometió faltas, por las cuales debe pagar con monedas muy caras, que pueden ir desde la amonestación, por plegar sus resoluciones a intereses políticos, hasta la inhabilitación para ocupar cargos públicos, en especial en la judicatura.
Se supone que en diez días le puede llegar el castigo, suspendiéndole el empleo, destituyéndolo, multándolo o inhabilitándolo como ya quedó dicho. Más, porque la gobernadora está refrendando públicamente que el juez bajo esa divisa.
Quien hizo pública esta información fue el exdiputado Rodrigo de la Rosa, que gozó de privilegios personales y familiares durante el duartismo, y lo hizo a través de un periódico vendido al gobierno del estado y con la finalidad de lavarle la cara a la gobernadora, poniendo en circulación una narrativa que no tiene que ver con el problema esencial.
En otras palabras, que la gobernadora fue víctima de una canallada cometida por un gobernador de su propio partido, que se levantó como mandamás, y un juez que echó la toga al fango, actuando por consigna, obedeciendo intereses políticos, sin importarle lo más mínimo la independencia judicial. Así de elemental es este libreto.
Eso es lo que se quiere instalar en la opinión pública, para que Maru Campos pueda aspirar a otros cargos sin el lastre de su pasado.
No está de más subrayar que la sentencia del magistrado aún es revisable, lo que no ha sucedido como mera posibilidad, porque el fuero constitucional de que goza la gobernadora traba el procedimiento; pero pueden venir otros tiempos en lo que esto suceda, y por eso se pavimenta a sí misma una calzada hacia la impunidad completa, yéndose en contra de un juez, vulnerable como todos los demás, en el sistema judicial que tenemos.
En el fondo de este asunto se exhiben al menos dos cosas igualmente graves: en lugar de rendir cuentas de la conducta de una imputada, se inventa una historia para erosionar la visión hacia las maneras que la envilecen, en primer lugar; y de vengativa a más no poder. Y ciertamente, tener de gobernante a una persona así, no es nada recomendable.
Maru Campos se cree impoluta. No lo es. Su liderazgo no se soporta en una condición de esa naturaleza, y está entrando en franco deterioro. Ha procedido a engañar a los ciudadanos, victimizándose a través de los medios de información y por una factura que pagamos todos los contribuyentes.
Como sucede en la novela político-policiaca de Leonardo Sciascia, El archivo de Egipto, en su impostura, la gobernadora corrupta no recurre para nada a un historiador verdadero; inventa una historia a modo y procede a narrarla. El narrador está en la nómina de los Diarios de Osvaldo Rodríguez Borunda, y puede ser cualquiera de las palurdas plumas que ahí trabajan.