Jaime García Chávez

La sensatez necesaria a todo jefe de Gobierno y de Estado está ausente y fuera de la voluntad de Andrés Manuel López Obrador, particularmente cuando se trata de alcanzar, preservar, sostener y proyectar su poder político. Jamás ha aquilatado que una de las grandes reformas que requiere México es, precisamente, la que tiene que ver con las modificaciones esenciales al ejercicio del poder político y con una perspectiva propia y reconocida en el sistema democrático.

Más dictada por una sed de venganza y una atrofia de propósitos que se centran en el poder autoritario, es su guerra contra el INE. Soy de los que piensa que este importante órgano del Estado mexicano se debe reformar, adelgazar y hacer más austero, precisamente por el grave encargo que hoy la Constitución le asigna, para articular el Estado de derecho en medio de la lucha por el poder político por la vía electoral.

Pero una cosa va en esa dirección y en la inversa la pretensión de desmantelar al INE sustentado, como lo expresa el presidente, con base en un discurso insostenible por ser una propuesta francamente demagógica que se sustenta en lo que parece ser la verdad sacrosanta de que el pueblo es puro, tema que ha sido de debate en la historia y en la ciencia política con resultados nada favorables a las premisas y conclusiones presentes en la siniestra narrativa del jefe del Ejecutivo federal. Es muy sabido que los principales aduladores de un pueblo cargado de virtudes incorruptibles e inconmovibles son los tiranos en ciernes o los ya francamente decantados como tales.

Una reforma inobjetable del proceso transicional del régimen autoritario y hegemónico del PRI es sin duda el surgimiento del IFE, primero y luego del INE. Significó el trascendente paso quitarle al poder presidencial y de los gobernadores y jefes corporativos todo el control sobre el proceso electoral, para hacerlo creíble y legitimador, arbitrando con autonomía las contradicciones, a la vez que abría avenidas a ese ser, secularmente olvidado, de la democracia en México que es el ciudadano.

La historia y pertinencia del ahora INE la hacen patente las elecciones del 2000 y 2018, la primera que encumbró a Fox y la segunda a López Obrador. Calderón llegó entre gritos y sombrerazos, pero con el árbitro electoral apegándose al derecho. Los eventos de defraudación de la década de los 80 y 90 del siglo anterior han pasado y son historia por la creación de la autonomía electoral de que se dotó al Estado mexicano en su totalidad.

Pero la comprensión de esto es más sencilla y elemental y tiene que ver con el consenso para tener árbitros con la cualidad esencial que se les concede a estos por su imparcialidad y por la capacidad de homologar los fallos. Nadie en su sano juicio puede fundamentar que el árbitro electoral provenga de la arenga de plazuela y la reyerta partidaria de los intereses creados y contrapuestos.

No por mucho decirse demócrata convierte en demócrata real a quien vive de halagar al pueblo. En México hay hombres y mujeres respetables que pueden garantizar con creces la tarea, más cuando el INE mismo y sobre todo el día de la jornada electoral esa institución es el cuerpo ciudadano mismo.

Imaginemos por un momento que el presidente nacional del órgano electoral tenga un poderío de votos similar al del presidente de la república ¿qué desastre se nos armaría?

El presidente se cree asimismo una reencarnación de Benito Juárez. Pero nada hay tan distante entre estos dos personajes, aquel ya consagrado por la historia. Cossío Villegas, conocedor como pocos del primero, ha demostrado que Juárez no tuvo únicamente la virtud de su temple, ni siquiera la talla de un gran estadista. Fue “un hombre de principios que no es lo mismo y es mejor”. Él fue un consumado político, flexible y conciliador. En cambio, López Obrador confunde todo esto con una estéril terquedad que para nada está emparentada con el paradigma juarista.

Tengo para mí que AMLO no ganará la batalla contra el INE y que su propuesta de reforma electoral tiene más de ocasional, es una fotografía del 2018 que él proyecta hacia el futuro como si los resultados fueran a ser inmutables. Es confundir una fotografía con el cinematógrafo.

El pluralismo que nos llevó a la transición debe traducirse en instituciones funcionales al sistema democrático, a contrapelo de esto navega el adefesio de concentrar todo el poder en un presidencialismo que quiere engordar a costa de todos los otros poderes. Precisamente como lo hizo Porfirio Díaz.

1 de abril de 2022.