No tiene ni un mes como alcalde panista del municipio de Chihuahua y ya mostró los colmillos de sus convicciones ideológicas. Es un político clave en la administración de María Eugenia Campos Galván y se sabe hechura de ella y del magnate Enrique Terrazas Torres, un hombre de linaje y tradiciones.

Los desatinos están a la vista de quienes observan la vida pública de la ciudad de Chihuahua con mediana atención. No ha dudado en nombrar un concejo de exalcaldes, con personajes a saber impresentables, del tipo de Patricio Martínez García o de Eugenio Baeza Fares. Obvio es que este concejo no tiene ningún asidero en el derecho público que norma la administración. Pero si ahí quedara el lesivo desempeño, no tendría, como dijo el actor Arturo de Córdoba, la menor importancia.

El problema real, de fondo y por el cual hay que partirse hasta la cara si es necesario es el fanatismo mediante el cual el alcalde quiere gobernar, como si la ciudad lo hubiera electo guardián de las tradiciones y, andando el tiempo, como inquisidor. El caso es grave y ya es hora de que se levanten voces para que exija el respeto a la Constitución, sus principios y derecho que son el cemento de un contrato social que permite vivir y convivir en la pluralidad y no estar a merced de quien, por encima de toda ley, nos quiere imponer sus convicciones como puntos de partida para las decisiones públicas que a todos nos atañen.

No me asusta en lo mas mínimo que Marco Bonilla tenga las convicciones que profesa y que como filisteo las ratifique, defienda y propague a los cuatro vientos cada vez que puede; como él hay muchos y se les debe respetar y tolerar. El problema es que se le eligió como alcalde, conforme a una Constitución y leyes que protestó cumplir y hacer cumplir. Cuando las papeletas electorales en grueso número entraron a las urnas para elegirlo alcalde, fue para eso y nada más. Nadie lo nombró ni como sumo sacerdote, para decir lo más, ni para capellán oficial de la alcaldía, para decir lo menos. En otras palabras, recordando a Carlos Fuentes, no es a título ninguno el administrador y defensor de las buenas conciencias.

Tengo para mí que batalla para entender su posición actual, a lo que lo obliga la Constitución, en primer lugar, y el Código Municipal, en segundo, y de este rescato que él es únicamente alcalde de un municipio, ciertamente importante, pero no de “Chihuahua capital”. No dudo que la ciudad sea el asiento de los poderes de la entidad, pero él solo es alcalde con un estatus jurídico exactamente igual al de los otros 66 munícipes que se desperdigan por todo el vasto territorio.

Y no estoy inventando nada ni conjeturando que es esto o aquello: él lo ha dicho con todas sus letras: postulo “una dimensión que he mencionado y proviene de una convicción (…), las sociedades progresan cuando se sostienen por familias fuertes”. A partir de esa premisa quiere gobernar, y esto lo coloca en la disyuntiva de dejar atrás o soslayar el cumplimiento de sus responsabilidades en favor de sus convicciones personales.

Lo dijo enfático, como todo miembro de la reacción recalcitrante y católico ultramontano que dio sustento al conservadurismo que alentó las primeras críticas a la Revolución francesa; es un defensor a ultranza de la tradición y, por ende, ahora se quiere plegar más a los textos pontificios decretados en Roma que a las leyes de una república laica como la mexicana, por más desfigurada que esté prácticamente por todos los actores de importancia en el país.

No es extraño entonces que como cruzado vaya en pos de sacar adelante “un pacto de honor por la familia”. Aquí la palabra “honor” no se pronuncia en el sentido que le otorga el novelista mexicano Juan Villoro (“a México le ha faltado honor”), sino del honor como un valor de raigambre medieval que abona a la tradición católica y fundamentalista del alcalde.

Por tanto, cuando él habla de un pacto por la familia, en lo que está pensando es en “la familia tradicional”, que es algo así como lo que el viento se llevó pero desde hace mucho. Y, dicho sea de paso, una familia altamente opresiva y excluyente de las mujeres a las que asignó un rol inconmovible.

Al alcalde, así como le he recomendado que se apegue y estudie el derecho público que lo obliga, le recomiendo se asome a la sociología y antropología donde los científicos sociales han demostrado con creces que hay familias, en plural, no familia en singular, y que todo ese acervo quede bajo la protección del derecho, dicho en otros términos, la tradicional y todas las demás que no pasaré a reseñar.

Marco Bonilla ha renunciado en los hechos a ser un político de dimensiones modernas, en favor de cumplir con su conciencia y aplicar exclusivamente sus convicciones, como lo fue el presidente francés y católico en la Francia contemporánea, Valéry Giscard d’Estaing. Bonilla es, a lo sumo, un fanático sincero.

Como tal se está pertrechando tras “la familia” para defender todo y cada uno de los postulados de la ultraderecha en agendas que tienen que ver, y el derecho vigente tutela, a la interrupción legal del embarazo, el matrimonio igualitario, la paridad en los cargos de poder complejos. Incluso se abre paso en la obra teológica de Hans Küng la idea de la eutanasia o la muerte asistida.

El discurso a favor de “la familia”, en los términos que emplea Bonilla –ya no tan sinceramente– no es otra cosa que una expresión de la peor ultraderecha, que además juega su rol en favor de los grandes empresarios capitalistas, como la que estuvo en el poder en Portugal durante el largo período corporativista de Antonio de Oliveira Salazar.

El tema da para mucho más, el espacio es breve. Pero eso no es obstáculo para decirle a Marco Bonilla: ¡Aquí no hay más pacto que el que está en la Constitución! Parece poca cosa, pero no lo es.