El fin de semana fue escalofriantemente violento en Ciudad Juárez. Según un periódico, de cuyo nombre definitivamente ya no quiero acordarme, hubo una masacre en la que siete hombres fueron asesinados y seis, de los mismos, incinerados. La sangre sigue corriendo.

La clase política tiene diversas ópticas para ver estos sucesos. El dueño de la cadena periodística que negocia la venta de sus planas y portadas al gobierno de María Eugenia Campos Galván, vive plácidamente en El Paso, Texas, aunque medre con lo que sucede en territorio mexicano.

Los nuevos (es un decir, porque su modelo ya es viejo y anquilosado) empiezan a tener pesadillas. Escribo de Gilberto Loya Chávez, al mando de la policía, y de Roberto Fierro Duarte, el fiscal general maruqista quienes tienen en estos sucesos la prueba del ácido: tendrán que demostrar que si son de oro, brillarán, y si de zinc, puede ser que hasta evaporen. A ellos les viene bien el consejo que he tomado de famoso escritor: si tienen sueños de grandeza, no ronquen.

Y en medio de esto, como dice Acuña en su Nocturno a Rosario, se encuentra Carlos Loera de la Rosa, con la nueva careta de la “franca coordinación”, “coincidencias”, “objetivos comunes” y –cómo no– “jalar la cuerda para el mismo lado”. No vaya a ser que de nuevo lo corran de la mesa de seguridad.

Mientras usted, todos, no gestionemos la propia seguridad, mal nos irá. Ya ve que parece ser que la Guardia Nacional trae su dosis de mariguana en la bolsa y hasta viola el territorio del vecino país.