Dicen que tiene permiso. El exrector de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, Rubén Lau Rojo, murió y deja un dolor enorme en los corazones de quienes fuimos sus prójimos, sus camaradas, sus amigos, sus alumnos, su familia. Un hombre con anclaje fértil y firme en la cultura y en las venas profundas que la nutren. Su dimensión humana es poliédrica, de un cuerpo con muchos brillos y aristas en el que anidó el sentido de la amistad profunda, la generosidad, la nobleza de sentimientos, la energía y carácter necesarios, la tenacidad del que hace de la unidad de propósitos la premisa para construir, y por encima de eso, esa gran y extraña virtud de hacerse invisible por ajena a la hojarasca de la vanidad y el protagonismo. 

Podré, al escribir sobre él, ser subjetivo por la estima que le profesé, pero en esto no creo fallar: amigo crítico, leal y bondadoso, y como se afirma coloquialmente, “de una sola pieza”. Su ausencia duele y se batallará para encontrar el consuelo que, apegados a su deseo, debe llegar para continuar la batalla por la vida en un momento que jamás pensamos se pudiera presentar, porque estamos perplejos y sentimos que el ser humano es vulnerable por una naturaleza en la que confiábamos, porque, nos decían, no da saltos. 

Lau fue un buscador, nunca perdió la capacidad de asombro que puede existir –maravillada y espontánea– en la aparente sencillez de un haikú de Bashó, y pertenció a una generación nacida en los años cuarenta del siglo pasado. Fue un inconforme con el mundo que encontró y no dudó en formar parte del momento de una utopía, ya deshonrada en ese momento, aunque no lo supiéramos.

Fuimos muchos a los que nos dio ese sarampión de muy diversas maneras y sacrificios, no pocas veces pagada con la exclusión, la tortura y la muerte. Pero en la diversidad de esto y por esos tiempos, tuvo la oportunidad de alimentar un escepticismo que nunca abandonó, que lo dotó de la duda fecunda, cavilante, y que produjo seres humanos prudentes intelectualmente. Quiero decir que se puso a salvo de los dogmatismos, que combatió sus fundamentos, más cuando se expresaban en religiones políticas. Muy joven, a su encuentro con Marx lo vio como pensador clave con una ortodoxia razonable, lo que era imperdonable para un revolucionario de mediados del siglo pasado, para nosotros distante del centro de los debates.

Se formó al lado de maestros notables como Federico Ferro Gay, pero su intelecto ya venía pulido por las grandes enseñanzas e inquietudes que recibió de Guillermo Rousset Banda, su gran amigo hasta la muerte y del que propició que ahora tengamos una semblanza completa, aunque su lugar no se distinga ahora como lo merece.

Nacido en la ciudad de Mocorito, Sinaloa, se inició en los estudios en las instituciones locales, para pasar luego a la Ciudad de México y vivir intensamente la experiencia de una izquierda política e intelectual que se abría pasos contra una siniestra ortodoxia que se imponía desde centros ideológicos que se creían todopoderosos, lo mismo en Moscú que en Pekín, Cuba o Vietnam. Como tantos por aquella época aspiró a formar parte de un proletariado redentor que por tener “cadenas radicales”, sembraba las posibilidades de un nuevo mañana y un futuro como el que se lee en las notas del himno “La Internacional”. 

Fue un viajero infatigable y recorrió mundo para conocer otras culturas, siempre con la idea de que para entender al propio país se necesita contrastarlo con lo que hay en otras partes. Dentro de esos viajes me sorprendió el que hizo a la Nicaragua somozista, a donde en una barcaza fue al encuentro de Ernesto Cardenal en la pequeña isla de Solentiname. No lo arredró el prejuicio de hablar con un poeta religioso, probablemente porque asumía uno de sus poemas en el que Cardenal dijo: “Escucha mis palabras, oh, Señor, / oye mis gemidos / escucha mi protesta / porque no eres tú un Dios amigo de los dictadores / ni partidario de su política…”. Quizá porque para él eso fue una pedagogía insustituible.

Llegó a Chihuahua atraído por las ramificaciones que el diminuto Partido Mexicano del Proletariado tenía en Ciudad Juárez en la brillante personalidad del doctor Roberto Vázquez Muñoz y a la postre se quedó acá porque observó pontencialidades de insurgencia en esta región del septentrión. En el centro de su espíritu estuvo la filosofía y el rotundo peso de la Grecia clásica, por eso dedicó a uno de sus filósofos esenciales su tesis de licenciatura. Sus estudios durante su estancia en la Facultad de Filosofía y letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua lo condujeron a una disputa con quienes defendían el nazismo como un proyecto alojado en pequeños espacios pero con perspectivas de crecimiento; fueron nazis que andando el tiempo trabajaron para el PRI.

Su vida parecía bifurcarse, de manera fecunda: en una senda iba de manera directa hacia las empresas colectivas, a conjugar las distintas habilidades de hombres y mujeres a cumplir con fuerza y dedicación una tarea. Este camino encontró su meta durante su rectorado en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, donde aplicó reformas e hizo obra y, sobre todo, dotó a la ciudad fronteriza de una biblioteca envidiable por sus fondos editoriales y por su concepto esencial frecuentemente negligido por instituciones del mismo perfil. En sus cátedras se dedicó con fuerza, talento y vastas lecturas, a formar seres humanos para pensar por cuenta propia, una de sus viejas divisas. 

En la otra, encontramos la vereda de la vida intelectual y espiritual, especialmente dotada para alcanzar altas cimas. Rubén Lau Rojo era un hombre de muchas lecturas cuyos textos fueron (son) de muy altísima calidad por su hondura; las encontramos lo mismo en español que en inglés o en francés moderno y antiguo. Como lector era puntual, inteligente y selectivo anticuario de lo mejor de la producción escrita o grabada de nuestra tradición cultural y de otras que no las vemos entroncar directamente con la propia.

Como los grandes maestros, jamás fue egoísta y siempre pensó que esas obras eran compartibles, nunca para reservarlas y mucho menos para colocarlas en un estanco cerrado. Para él, observar esa actitud en muchos intelectuales era expresión de aberración y estupidez. Para mi sería como ese gran escoliasta que escribió al margen de los libros sus puntuales e inteligentes comentarios, almacenados en su espíritu y convertidos en enseñanzas para su vida y las relaciones que tejió con los otras y otros en esta misma línea de tiempo. Como el citado Rousset, siempre creyó que si otros ya lo habían dicho o lo habían escrito de diversa manera, no era necesario repetirlo. En esa ruta deja toda una herencia de notas de las que, estoy seguro, alguien echará mano para correr más veloz a la siguiente estela.

Gustó, además del pensamiento breve, del aforismo, que fue de su predilección porque la concisión, si bien empleada, conduce a un chispazo de inteligencia instantáneo, a la vez deja una enseñanza que se impone troquelándose en la mente.

Tengo una deuda con él que difícilmente se paga: las muchas puertas que me abrió para mi formación intelectual, modesta, pero dotada de ese sentido por lo crítico que permite alentar ambiciosas causas sociales en favor de la comunidad y hacerlo siempre con acrisolada honradez, porque desde la etapa temprana en que lo conocí le escuché esa frase de que “en México, para ser revolucionario, basta ser honrado”. 

En largas conversaciones durante los últimos meses de 2019 me expresó su preocupación por llegar al final, a la muerte ineluctable, y recordamos a su amigo Guillermo Rousset Banda cuando pasaba sus días postreros en un hospital a donde Rubén Lau lo visitó para despedirlo. Quizá con dolor y no poco candor le preguntó qué significaba para él la vida y su propia existencia. El amigo le respondió: “Está muy cabrón lo que me preguntas. Para resumir, se tiene qué escoger algo a destacar. Yo diría que se debe siempre estar en guardia ante la absurda y seductora escatología de los fines últimos e inamovibles de suyo atribuible a las sociedades, por grande que sea la figura del profeta. Marx tuvo esa debilidad y en ella hay que indagar algunas desviaciones que en su nombre se desencadenaron (…) La cosa es simple: la vida es una experiencia personal, intransferible, única, y cada quien tiene que vivirla, por eso nadie experimenta en cabeza ajena (…). Es un balinaje, sí, la vida es un balinaje”.

¿Un balinaje? Descreo, pero al menos sirve para entender el porqué la muerte tiene permiso, más para entender porqué se llevó a Rubén Lau Rojo. 

Una temporada convivimos en Mocorito, en su casa familiar. Con un semblante que denotaba orgullo, decía que algún tiempo fue jefe político de esa región el poeta Enrique González Martínez y que llamó a ese sencillo pueblo la “Atenas de Sinaloa”. 

Recordando eso me vino a la memoria un verso de ese poeta hoy prácticamente olvidado:

“Y me hundiré en el sueño inefable y profundo,

Para los hombres muerto, y vivo para el mundo”. 

Va mi abrazo fraternal para toda su gran familia.

Hasta siempre, amigo.