Del Estado se han dado infinidad de opiniones. Se incluyen ahí las barbaridades que nunca faltan. No tengo el ánimo de reseñarlas todas pero sí algunas que han influido a lo largo de la historia. Los fascistas, por voz de Mussolini, advirtieron que todo dentro del Estado y nada fuera de él; algunos marxistas pusieron todo el acento en considerarlo como una especie de comité de administración de los capitalistas, una especie de siervo sin concederle autonomía relativa alguna. De más atrás viene la idea de que el imperio estatal está inmerso en el plan universal de la salvación, idea de raíz cristiana que algún impacto ha tenido en México. Tengo entendido que recientemente López Obrador dio a conocer que leyó la obra “El estado y la revolución”, de Lenin, el fundador de la extinta Unión Soviética, obra que se deshonró muy pronto cuando se dio curso a un estado totalitario y policiaco. En nuestro país los políticos, sobre todo los del PRI y sus sucesores, como en frase que encierra magia cuando pronuncian la palabra “Estado” se nota que lo dicen con mayúscula. 

Ahora, por encima de las visiones más serias que se puedan tener y que se podrían agregar a las anteriores para armar un catálogo, realmente no sabemos qué Estado existe en México, pues el sólo anuncio de que estamos cambiando de régimen –concepto también nebuloso y gelatinoso– ha sido suficiente para poner en marcha un desmantelamiento institucional, cuyo trágico desenlace aún no alcanzamos a columbrar. Esto lleva implícito un enorme riesgo, sobre todo por la inexistencia de contrapesos y la bancarrota de los partidos políticos, indispensables e indisolubles a todo sistema democrático que se precie de tal. 

La partidofobia, por más que tenga aliento en la repulsa que provoca la simple observación de la realidad y la antipolítica, no son prácticas de las que se puedan extraer buenas recetas para resolver las crisis que vienen: la de salubridad, cuyo desenlace es imprevisible; la económica, que nos afectará con una recesión nunca antes vista; todo ello con un desbarajuste en el ejercicio del poder y su frenética búsqueda sin responsabilidades y sin los dictados éticos que se reclaman en la república entera. 

Tan grave es lo que hemos narrado que hoy, este día, es dable admitir que el común de los mexicanos ni siquiera sepa para qué sirve nuestra Constitución general, pues a ratos parece estar sólo a merced de cualquier político encumbrado, desde la cima hasta el municipio. Por ese camino, insisto, no vamos a llegar ninguna parte y ya vemos algunos barruntos de lo que se avecina. 

Hagamos un repaso de aspectos. Lo que queda del PRD, ahora agrupado en Futuro 21, realizará un evento que tiene como punto de partida la existencia de una Presidencia y gobierno fallidos cuyo responsable, señalan, es Andrés Manuel López Obrador. No se necesita ser un sagaz político con dominio de la lógica para concluir el silogismo: hay que defenestrarlo. Esta visión es de naturaleza “anti”, y sabe en contra de lo que está, por los privilegios perdidos, pero no ofrece ni puede ofrecer alternativa seria alguna, es un Futuro 21 que carece precisamente de eso. 

En el mismo casillero (y habría que decir “hermanados”) se encuentran los del PAN, que prácticamente maldiciendo a su ideólogo, Manuel Gómez Morín, han dejado de ver en la democracia liberal una “brega de eternidad”, para aterrizar en un utilitarismo extremo que significa que la democracia es buena y todo un ideal sólo si sirve para ganar; cuando así no sea, es un trebejo que no hay que sacar de su bodega.  

En otro ámbito se encuentra ese abigarrado conjunto que se llama “los empresarios”, en el que se quiere ubicar lo mismo a Carlos Slim que al dueño de una modesta papelería de barriada. No son un bloque total y absolutamente homogéneo. Sus intereses (me refiero a los del bloque de los grandes intereses) los apostaron al mercado abierto, más allá de las indicaciones de Adam Smith, sobre todo al Estado mínimo en el que, desde su lógica, el mejor Estado es el que no existe, no interviene y no regula.

Esos empresarios, que tienen mil aparatos, vasos comunicantes con Washington y con Roma, en el México de hoy han tomado una decisión histórica: renunciar a la mediación del Estado, representado por Andrés Manuel López Obrador. Quieren, en cambio, apelar directamente a la sociedad en búsqueda de una plataforma a la que, llegado el caso, se sume o no el gobierno, este se vea obligado a jugar un papel de sobra o de actor que ha llegado al final por no cumplir con su función principal de ser bisagra entre los intereses contrapuestos. 

Estamos ya muy lejos de aquella fórmula que sintetizó Vicente Lombardo Toledano, cuando dijo que el Estado mexicano aceptaba la división de la sociedad, pero que no quería considerarse incluido en ninguna de las partes, defendiendo su libertad de acción y su poder, lo que le permitiría ser el fiel de la balanza, el mediador y el juez de la vida social. 

Es obvio que las condiciones de entonces y las de ahora tienen profundas diferencias, que sustanciales aspectos del Estado contemporáneo se tasan de otra manera. Y es  aquí donde precisamente llegamos al núcleo esencial del problema: el ejercicio del poder en la Unión toda, en sus instituciones, y centralmente en la Presidencia de la república. De ella necesita México de manera especial en este momento. Y para salir de la encrucijada que se va perfilando, ha de dar un giro que la aleje de estar alimentando todos los días contradicciones, en lugar de abrirles vertientes para que fluyan a su solución. 

A Andrés Manuel López Obrador quisiéramos verlo en el rol que Mitterrand consideró para el último hombre fuerte de la Unión Soviética, Mijaíl Gorbachov: negociando la debilidad de su posición (más allá del recuerdo del triunfo electoral, pues las encuestas lo ubican hoy en una caída sustancial), con una energía feroz, pero a la vez desplegando tesoros de flexibilidad para subrayar su firmeza. No es un líder excepcional, único en la historia, sino uno más que se topa con la realidad y que más le vale que la tome en cuenta, máxime que eso no va en demérito del papel histórico al que aspira a jugar y trascender. Cuando se escriba su historia ahí se le ubicará un lugar, pues nadie la ha escrito por adelantado y que prevalezca. 

No es poco lo que está en juego en este momento: los altos empresarios y financieros construyendo una dualidad de poderes, las certificadoras internacionales del capital hablando de los riesgos trascendentes, gobernadores que sin una brizna de responsabilidad casi le quieren dar una puñalada en la espalda al país en la circunstancia que aprovecharon para plantear la descoordinación fiscal, y el mundo de intrigas palaciegas que se mueve por todas partes, incluido el personal que rodea al propio presidente de la república.

Los que hemos luchado por la construcción de un México democrático, republicano, federalista, equitativo, incluyente y justo, no queremos ver el naufragio del país. También descreemos de la baratija que nos venden bajo la denominación de un “golpe de estado suave”. No lo hay. Estamos convencidos del difícil momento que nos ha tocado vivir y apostamos por la superación de esta crisis solventando los principios constitucionales que a todos nos han de regir, principalmente a los que detentan el poder. 

Quiero terminar con una única pregunta: los que quieren quitar a López Obrador, los que ya no lo toleran, ¿saben quién va a llegar un día después? De la respuesta se desprende que el presidente debe asumir su papel, no soslayarlo, no atizar el fuego de la querella, no proponer lo que está vedado por la ley y no personalizar más, porque eso de decir que adelanten la revocación del mandato es la oportunidad que él mismo le da a sus oponentes. Siempre he sostenido que fue electo para un sexenio y eso no se resuelve a capricho del titular de ese poder. 

Que no juegue nadie con la república.