Política y conflicto siempre van de la mano. La miga principal de esto es determinar qué conflicto, qué política. En la coyuntura chihuahuense se ha escenificado un diferendo de gran calado, de ninguna manera algo inédito, pero sí, atendiendo a la interpretación gubernamental, de nuevo tipo. La tensión que creció a la sombra de la tiranía duartista, sustentada en la divisa de que “el poder es para poder y no para no poder” fue el augurio de lo que vino después, de inmediato, el uso y abuso de las precarias instituciones para medrar del patrimonio público en magnitud nunca antes vista. La arrogancia se instaló en su torre, confiada en un poder presidencial absolutamente permisivo y cómplice, que prodigó gobernadores que se instalaron lisa y llanamente para robar y saquear. No hubo el funcionamiento corrector y oportuno, mucho menos el fincamiento de responsabilidades.

Desde la tribuna popular y asumiendo la calidad de ciudadanía rebelde, hacia fines del año 2014, la resistencia contra el despotismo corruptor se levantó, y no obstante que la insurgencia se fundó en el derecho y en un intento de solución política de Estado, el poder presidencial optó por sostener, contra viento y marea, a César Duarte y sus cómplices. El proceso de contestación, diseñado en un momento con suficiente distancia a la elección de 2016, finalmente fue alcanzado por el mismo, y el PAN, que había claudicado ante Duarte, resultó el beneficiado de la circunstancia al hacerse del Ejecutivo, la mayoría congresional y un buen racimo de municipios importantes por su peso demográfico y económico. Las élites del poder jugaron sus cartas: el PRI las suyas, con un candidato de continuidad que sólo provocó vergüenzas; un sector oligárquico se lanzó a la lisa con el “independiente” José Luis Barraza y el panismo cupular y del centro con Javier Corral. Se olvidó el proyecto democrático, por cierto. El resultado es de sobra conocido.

A partir del triunfo electoral se dio una agudización de la querella chihuahuense. Se empezaron a destapar las cartas que se jugarían a lo largo de todo este ciclo. No nos podemos quedar en las apariencias, en las marcas que devienen del biombo que oculta las relaciones entre el poder: Peña Nieto saludó al gobernador electo en Los Pinos, pero su representante aquí litigó la elección hasta el último segundo y ni siquiera asistió a la transferencia ceremonial del poder. El rencor, el odio, la sed de venganza y el optar por la amoralidad de la clase política dominante se dejaron sentir como los nuevos ingredientes del conflicto que todo lo permea ahora.

Donde los politólogos ven el comportamiento de los actores en la disyuntiva de la pugnacidad y la coacción o la cooperación y el consenso, nos ilustran suficientemente del barranco existente aquí entre lo primero y el demérito de lo segundo. Claro que los estudiosos tienen en esto como telón de fondo al sistema democrático, no el totalitarismo de toda laya que se finca en la lucha de adversarios, que se enfrentan para buscar un desenlace que implique la destrucción de uno u otro.

En la democracia, el conflicto es la materia prima para lo resoluble, justo el ejercicio propio de la política. Es de ingenuos pensar en la abolición del conflicto (recuerdo ahora aquella opinión del analfabeto gobernador Giner Durán, quien pronunció: “los problemas no me dejan gobernar”). Al contrario, hay que entender que la política dejó de ser cuestión de los hombres y las individualidades, para troncarse en cuestión de las instituciones. Pienso que los bandos encontrados no asumen esta divisa. Saben que cohabitan con gran dificultad (gobierno federal que fenece, del PRI; administración local que no acaba de arrancar, del PAN) sobre todo durante un 2018 de grandes decisiones electorales que puede llevar a estos partidos a un segundo lugar de poderío político. No es tarea fácil el acuerdo cuando la competencia nos toca la puerta a todos: gobiernos, ciudadanos y medios de comunicación.

Reconozco que es mucho pedir a la sociedad chihuahuense una paciencia jobana. La lucha cívica ha demostrado hasta ahora su recurso a la persuasión, a la moderación, consciente de sus limitaciones y de que el aventurerismo puede conducir más rápido al fracaso. Pero de nada le ha servido: son más de tres años que han transcurrido sin que la PGR solicite órdenes de aprehensión contra los corruptos del gobierno pasado.

En la esfera gubernamental local el mensaje de inicio para todo el que tiene oídos y ojos fue claro: el régimen de corrupción e impunidad está agotado y debe imperar de inmediato, a reserva de las reformas de fondo, el castigo de los saqueadores. No ha sido así, Peña Nieto y su aparato se colocaron en el silencio cómplice y dejaron que el conflicto creciera exponencialmente. Se desentendieron de que debe ser resuelto el interés del sistema democrático. Bien miradas las cosas, no es que no puedan, lo que pasa es que no quieren, porque tienen metidas las manos en esto hasta los codos.

A cualquiera que está acostumbrado a observar estos fenómenos la circunstancia no le muestra nada extraordinario, nunca visto. Pero, en el fondo, hay una denuncia que no podemos soslayar y proviene del gobierno local; se expresaría así, en palabras mías que intentan sintetizar: a cada acción anticorrupción sobreviene una reacción del adversario, pero no con las herramientas de la deliberación y el derecho –vale decir de la política–, sino que la respuesta se da con homicidios por ejecución –inducidos y escandalosos–, masacres y lo que se conoce en la jerga delincuencial como “calentamiento de la plaza”. Obvio que menudean las amenazas graves, que pueden pasar a la tentativa y a la consumación. Ahí vamos muchos.

Cuando esto sucede, la política abdica y la violencia, que es su negación, crece. Así se cataloga el conflicto por la voz del gobierno de la entidad y esa interpretación, desde luego, habla de la gravedad del asunto, porque entonces estaríamos a merced de otras formas de dirimir los conflictos que sería a través de la capacidad de crimen. Quiere esto decir que si mañana, por ejemplo, se cierra el cerco contra Duarte, al día siguiente correrá sangre por nuestras ciudades, donde al menos tendríamos oportunidad de darnos cuenta o en apartadas regiones sustraídas al imperio de la autoridad formal. Pero esto no debe llevar a un maniqueísmo de buenos y malos en la que el juez es el gobernante.

Es evidente, y así lo han expresado los mejores investigadores, que estamos en medio de una guerra que algunos caracterizan con una nueva tipología económica. Esta guerra también mueve sus barredoras para realizar limpieza social y hay víctimas inocentes –todos somos víctimas– y mueren muchísimos jóvenes que este sistema ha condenado a caer en un molino de carne y de demencia que los tritura.

¿No hay capacidad para entender esto, asumiendo “entendimiento” por aportación de soluciones? Creo que no, y eso lo impone una descarnada pugna por la disputa de la nación en el proceso electoral que viene. Al parecer los actores se quieren jugar el todo por el todo. Y así vemos el comportamiento del gobierno federal como un paquidermo que no avanza hacia la meta del procesamiento de los corruptos locales, al gobernador apelando a una caravana en lugar de vertebrar todo el peso institucional que concentra su cargo, sin descartar el apoyo y la movilización ciudadana; la firma de acuerdos que transgreden el sentido del Estado de derecho y que ofrecen soluciones políticas con desaseo jurídico, como lo ha demostrado el jurista Miguel Sarre.

Cuando nos acercamos al desastre que implica la mezcla de delincuencia y política, cuando estas palabras se tornan en sinónimos –esa parece ser la perspectiva– sólo se están generando ambientes propicios para la tiranía y la dictadura. Es algo que ya vimos a la hora del quiebre de las democracias que abrieron el paso a las diversas variedades del fascismo. No falta quien me reconvenga por esto, pienso que es un tema delicado, a debatir para prodigar las mejores conclusiones.

Los apologistas de Javier Corral (él dice que no le place el culto a la personalidad) magnifican su iniciativa para caravanear, resistir. Me parece que olvidan que la plaza, más allá de su temperatura, está asediada políticamente y en ocasiones por conflictos provocados por ejercicios de simple retórica, inadmisibles en quien tiene el encargo de gobernar. No es bueno ver adversarios hasta debajo de la alfombra. Es una vieja lección expuesta por los teóricos de la guerra, la política y la economía. No resisto la cita de un clásico en el tema:

“Una resistencia que se prolonga demasiado en una plaza asediada es desmoralizadora por sí misma. Implica sufrimientos, fatigas, privaciones de reposo, enfermedades y la presencia continua no ya del peligro agudo que templa los ánimos, sino del peligro crónico que abate”.