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No se sabe si es un cambio de estrategia, o si ésta existe como tal; el hecho es que la “Marca PRI” quedó atrás y hoy, en plenas campañas electorales, los candidatos de este partido han dado prioridad a su propia imagen, la cual, en algunos casos, está más deteriorada que la de su propio organismo político. Una de esos aspirantes es Liz Aguilera, la excontralora que un día su padrino político, César Duarte, decidió que ella fuera la que le revisara sus cuentas, sin una mancha, mientras el cacique endeudaba al estado y defraudaba al erario, según las denuncias que penden en su contra. Liz Aguilera solicitó licencia para postularse, a su modo, por la diputación del Distrito 06: primero prescindió de los colores oficiales de su partido llevando a cabo, digamos, una candidatura rosa, y luego minimizó el logotipo del PRI en buena parte de su publicidad, mientras en otra propaganda de plano ni aparece la tan cacareada “Marca PRI”.

La mayoría de los anuncios espectaculares de los candidatos del tricolor se distinguen por lo mismo. Si Aguilera se va de rosa, en Parral, por ejemplo, el candidato denunciado por corrupción, Carlos Hermosillo, también le ha dado prioridad a sus apelativos, como si de una rancia casta se tratara; además, la nívea predominancia de su vestimenta de campaña y una sonrisa que muestra lo más filoso de sus colmillos, pareciera procurarle una imagen de hombre de bien. Pero ninguno de ellos lo consigue: están tan ligados al duartismo corrupto e impune, a un cacique que lo representa y que está a punto de entrar en la fase más oscura del despeñadero sexenal, que apocan el logotipo de su partido, se deshacen de la marca y se enfundan en colores distintos, con frases de batalla evidentemente contradictorias al momento político que enfrenta Duarte, precisamente acusado de corrupción, tanto local como nacionalmente y cuyos atracos se emparejan con el casablanquismo peñanietista.

No se sabe en realidad si los candidatos consigan ese aparente deslinde, pero lo que se nota es la vergüenza, la ignominia, en el sentido etimológico e histórico del término: in-nomen (“sin nombre”), que en Roma se utilizaba como un recurso extremo para reprobar a los tiranos, como Nerón o Calígula, condenados a la damnatio memoriae (“maldición de la memoria”). Cualquier búsqueda somera revela que dicho procedimiento romano incluía el borrado de los nombres de los tiranos de los edificios públicos que habían ordenado construir en su etapa de gobernantes, así como la remoción de cualquier efigie pública dedicada a su memoria y la celebración de “funerales de deshonra”. También se hacía una descripción pública de sus delitos y se colocaban sus retratos en las murallas de las ciudades o se les erigían estatuas mutiladas de diversos miembros, como marcas para distinguirlos como criminales.

Del medioevo a la fecha algún grado de civilización hemos alcanzado, aunque sorprendentemente, en pleno siglo XXI, hay rezagos mayúsculos: precisamente César Duarte es uno de los gobernantes que ha declarado estar a favor de la horca contra los delincuentes, siendo él, paradójicamente, uno de ellos. El término vergüenza tiene varias acepciones, la mayoría coincidentes en el terreno de la patología. Una de las más interesantes es la que propone el terapeuta Johan Bradshaw, para quien la vergüenza es “la emoción que nos hace saber que somos finitos”. En ese mismo terreno, se dice que se trata de una “sensación humana de conocimiento consciente de deshonor, desgracia o condenación” y este es una definición aceptada por la Real Academia Española

Todo parece indicar que los candidatos del PRI han de estar conscientes del deshonor que representa defender, colateralmente, a un partido despojado a su militancia por un gobernador igualmente desprestigiado y ubicado en la línea de fuego entre la lealtad a un presidente de la república urgido de dar un golpe maestro para vindicar su nombre en las encuestas, y el deber de defenderse a sí mismo como gato boca arriba. En realidad, el cacique local ya ha hecho bastante de esto último, como colocar un cúmulo de magistrados que trasciendan su sexenio y que agradecidamente le cubran las espaldas en octubre de 2016, o elegir candidatos como Carlos Hermosillo, su socio en la corrupción, para dotarlo de impunidad antes de que la Procuraduría General de la República decida encontrarlo sin el fuero necesario que le garantice ciertas prerrogativas.

¿Quién querría arrastrar con el desprestigio ajeno? Para los estudiosos del tema, “la verdadera vergüenza se asocia con el deshonor, la desgracia o la reprobación”; pero existe una “falsa vergüenza”, la cual, se dice, está asociada con “la falsa reprobación, en una estructura de doble ciego o falsa condena”. Y aquí es donde también, como en un juego de ida y vuelta, podría inscribirse la excontralora Liz Aguilera, cuyo tema principal de campaña y de acuerdo a la promoción reiterada de su propuesta medular en los medios de comunicación, es el “combate a la corrupción”, habiendo tenido la oportunidad ella misma de actuar contra la corrupción duartista en la dependencia que algún día, no hace mucho, dirigió como si fuera una florería o tienda de souvenirs.

En esta época en la que en diversas áreas de la actividad humana se ha sobreestimado la importancia de la imagen por encima del contenido –la política no ha sido la excepción– ha quedado claro que la “Marca PRI” ya no vende; ser su candidato es, al parecer, como una especie de mal necesario, una ropa que se ciñe a fuerzas porque no alcanza para más. Seguramente desde la mercadotecnia publicitaria ya se le desechó, o al menos se le aisló para medir sus alcances e impacto. Lo que está presente, por ahora, es que cada candidato del PRI puede llevar al frente el color favorito de su guardarropa y darle prioridad, después de todo, al envase que mejor le acomode. Eso no importará para quienes han estado atentos al momento histórico que atraviesa Chihuahua porque saben que el contenido sigue igual: vacío.