Tiene oportunidad y sobre todo pertinencia la incisiva pregunta formulada por el escritor Adolfo Sánchez Rebolledo: “Aún ignoramos lo más elemental: el móvil de los asesinos, el hilo que nos permitirá saber no sólo qué pasó sino por qué pasó”. En la manifestación realizada en las calles de Chihuahua el pasado miércoles 8, precisamente para exigir plena justicia, uno de los compañeros me preguntaba a qué lógica obedecía la masacre. Entendí la pregunta, aunque desconfío mucho de que sucesos como este puedan tener lógica alguna. Pero aproximándonos al tema, está claro que una interrogante recorre al país y al mundo: ¿por qué?

Empezaré por reseñar sumariamente hechos hasta ahora conocidos: los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa, Guerrero, en una acción que se antoja ya ordinaria, tomaron tres camiones de una terminal de autobuses para desplazarse a sus destinos, luego de asistir a un mitín el 26 de septiembre. Más tarde, esa misma noche, la policía municipal de Iguala les da alcance y les dispara, con un saldo inicial de dos normalistas muertos y, sin conexión aparente, horas más tarde, sujetos armados disparan contra el autobús de un equipo de fútbol y dos taxis, muriendo un deportista, el chofer del camión y una mujer. En la consecución de los hechos, el día 27 se localizó el cuerpo sin vida y desollado de otro normalista. La denuncia generalizada es que fueron 43 los normalistas desaparecidos y testigos aseguran que fueron entre 20 y 25 los jóvenes detenidos extrajudicialmente. El 4 de octubre se localizaron seis fosas clandestinas en el mismo municipio, y casi una semana después otra más, creándose una alarma e indignación ante la sola posibilidad de que hubieran sido inhumados los que previamente habían sido detenidos arbitrariamente.

La reacción no se hizo esperar, la presión internacional sobre el Estado mexicano se expresó de tal manera que los sucesos alcanzaron el rasgo de preocupación internacional por lo que sucede en México con la agresión a los derechos humanos, además de condenar la masacre. Lo mismo ocurrió al interior del país, realizándose innumerables marchas a lo largo del territorio nacional, que fueron acompañadas por otras demostraciones en varias partes del planeta. Es lógico: no estamos en presencia de un hecho menor, tampoco de la reiteración de la violencia en un atormentado estado de nuestra república como lo es Guerrero. Creció la ira y no pocos se preguntaron hasta cuándo la Constitución derechohumanista que tenemos será respetada. Por lo pronto aquí los hechos que con el tiempo se irán precisando en todos sus detalles., pero lo más importante es el por qué.

De entrada hay que reconocer una raíz profunda que golpea a la nación y a Guerrero: la barbarie que no se ha ido, está aquí, que enseña sus siniestros colmillos de cuando en cuando. En el fondo se trata de un desorden político arraigado en nuestra sociedad y en el que el Derecho no rige a la política, porque su orientación humanista y garantista han zozobrado hasta en lo más elemental que es el respeto a la vida. Hablo de una barbarie en una versión contemporánea –como la que se usó para catalogar al nazismo, por ejemplo– que pone en duda los demás aspectos de nuestra modernidad que se pueden estimar dentro de los linderos de la civilización. En este sentido, no tenemos menos que reconocer que la raíz náhuatl de Ayotzinapa, de este sitio que se recuerda en el México prehispánico, sigue siendo el lugar de sacrificios y tormentos, lo que nos habla de que ahí la violencia no tiene nada más unas cuantas décadas, sino que se remonta siglos atrás y aparece y reaparece por la atrocidad con la que se conduce un Estado ayuno de compromisos con la paz, la dignidad y las soluciones no violentas a los conflictos. El dios Huichilogos no se ha ido de estas tierras de las que sigue brotando sangre desde tiempo inmemorial.

Matar antes que dialogar, torturar antes que oír, condenar a muerte de manera sumaria aunque esté prohibido, y hacerlo con saña, con escándalo, para generar terror y escarmiento. Es a la juventud a la que se le está lanzando el mensaje siniestro de lo que le puede pasar si levanta la voz, si discrepa con quienes se han apoderado de este país para beneficio de las oligarquías locales y sobre todo de las plutocracias del imperio.

No está tampoco fuera de la búsqueda de las causas la precaria calidad de los gobiernos de todos los órdenes, y aquí no escapa ni la presidencia de la república, ni los gobernadores, ni los alcaldes y sus aparatos administrativos, y en particular sus policías y militares sólo proclives a la violencia porque el Derecho de la gente no les importa. Agregue a esto la colusión con el crimen organizado y el narcotráfico y ya tendrá otro componente para explicar este infierno, este terror, esto que no podemos llamar Estado fallido porque ni siquiera ha sido Estado en tiempos pasados. Ha causado estupor enterarnos que José Luis Abarca Velázquez, el alcalde perredista y prófugo de Iguala, tiene vínculos inequívocos con el narcotráfico, a grado tal de que se presume que en la agresión participaron policías uniformados y sicarios, como si se tratara de una reyerta entre bandas delincuenciales y no de estudiantes que aún en el caso de que hubiesen cometido una falta, debieron encararse conforme a la Constitución que reglamenta muy claro cómo se hace una detención de particulares, en especial sin violencia. No es extraño también que el director de Seguridad Pública de ese municipio también se haya dado a la fuga. No tienen nada qué decir ante las evidencias y el haber huido los degrada aún más.

Y qué decir del gobernador, Ángel Heladio Aguirre Rivero, que a pesar de su negro historial, sus ligas con los caciques criminales representados por los patriarcas de la familia Figueroa, de fama pública muy conocidas (recuérdese Aguas Blancas), fue llevado a la gubernatura por un Partido de la Revolución Democrática preocupado por ganar elecciones y desentendiéndose de la esencia del poder democrático que debiera buscar a través de su praxis electoral. Para mí, Aguirre Rivero representa la miseria del partido al que pertenecí por años. Este gobernador debe irse, pero además ha de alcanzarlo la justicia penal. De no ser así, sólo tendremos un elemento más para convencernos de que en México vivimos un insoportable régimen de impunidad en el que se puede atropellar, corromper, violentar derechos, matar, enterrar en fosas clandestinas, porque quienes cometen estas horribles conductas saben que somos el país en el que no pasa nada.

En cualquier lugar de México que hubiera sucedido esto, sería igualmente significativo, pero que suceda en Guerrero, bajo un gobierno supuestamente de izquierda, no tiene nombre. Los actuales dirigentes del PRD que solapan al gobernador, que lo cubren con su manto, jamás podrán cantar aquella canción de Edith Piaf: “no me arrepiento de nada”, porque en este caso, y si de algo sirve, tendrán que arrepentirse de todo. De este crimen y del precedente de haber destruido una organización de izquierda que un día trabó un compromiso con la sociedad mexicana de ser un instrumento al servicio de los ciudadanos.

El país no estará en paz, como lo dicen los demagogos instalados en el poder gubernamental, mientras no se esclarezcan las masacres recurrentes: hoy Iguala y contra la juventud; ayer Creel, Salvárcar, más otras muchas y de las cuales, suele ocurrir, ni siquiera nos damos cuenta.

Fotos: Cortesía de CEDEHM.