El cacicazgo de César Duarte se mueve entre la desesperación política y el temor a lo inmediato. La farsa montada en el palacio de gobierno la semana pasada para anunciar la “renovación” de eso que por un dejo del lenguaje se llama administración pública, no es otra cosa que una convocatoria forzada a un auditorio ciento por ciento cautivo y amable en apariencia a su persona. En el viejo lenguaje, convocó a las “fuerzas vivas”, a los que asisten porque no pueden declinar la invitación, aunque vayan molestos, que no es el caso (vergonzoso) de la generalidad. En la apariencia, la gran convocatoria; en la realidad, la falta absoluta de espontaneísmo para escuchar a un líder o a un gobernante. Esto puede suceder en una sociedad en la que se ha perdido la capacidad de asombro por la ausencia de una prensa que realmente informe y que en el mejor de los casos ejerza la crítica. Duarte cree que se mueve en una sociedad de ciegos y sordos, que le facilita hacer lo que sea sin esperar reconvención alguna. Pero en los hechos se advierte la desesperación por el transcurso ineluctable de las dos terceras partes de su periodo, por una parte, la pérdida cotidiana de poder que se acrecentará a partir del año que entra, que se dé el reparto de candidaturas en su partido, y lo obvio: el tiempo se acaba porque se acaba, aunque él no lo crea, y probablemente de manera anticipada al 2016.

Duarte le quiere leer la buena ventura a los gitanos de su partido que ocupan la presidencia de la república y las secretarías estratégicas en materia de política interna, finanzas, seguridad y transparencia. Quiere lanzar el mensaje de un gran consenso local que no existe en su derredor, y al actuar así se muestra desesperado. Pero también el miedo político juega en todo esto: el cacique sabe a ciencia cierta que tiene el repudio de un grueso número de ciudadanos en toda la entidad y trata de mitigar esa percepción (recuérdese que se concibe a sí mismo como un gobernante mediático) con eventos en los que el maquillaje, el engaño y la mentira velan por completo, o pretenden velar, la realidad en que vivimos. Y puesto en el timón para sacar adelante la faena, cuenta con el auxilio abyecto de quienes debieran jugar un rol diferente, por ética y aun por simple decoro.

Estos últimos también tienen sus responsabilidades y tarde que temprano se las cobrarán. En esta lista está el arzobispo Constancio Miranda Weckmann, que de espaldas a lo que se supone sus convicciones básicas, prefiere hacerse cómplice del poder a tener un compromiso con su rebaño. En esa misma línea encontramos, por supuesto, a la alta burocracia cuyos nombres obviamos, los infaltables magistrados del Supremo Tribunal de Justicia, los socios de la corrupción del corte de Eugenio Baeza Fares, y otros tantos de los cuales no nos ocupamos, pero al menos tres de los que tomaron la palabra no escapan a un obligado comentario.

Empecemos con las representaciones políticas ante el Congreso del Estado. Demagogo, pero a fin de cuentas consecuente, Rodrigo De la Rosa desempeñó el papel que le corresponde como priísta. Él sin duda juega en el equipo y no engaña a nadie: está donde está. No es el caso del PAN y el PRD. Sobre ambos partidos cae el crimen cometido contra la democracia de golpear sin misericordia alguna el rol que se supone han de jugar las oposiciones. Tanto el diputado César Jáuregui Moreno como Hortensia Aragón Castillo, se prestaron para consumar esta intentona de gran convivencia política, teñida de una urbanidad que ni siquiera en las más conspicuas democracias del mundo se advierte. El panista catalogó el evento como el más importante de la administración (¡a cuatro años de inaugurada!), y faltando a toda lógica argumentativa, da como razón que viene una reforma política –¡oootra más de las tantas que se han intentado sin que la democracia real asome tan siquiera una de sus orejas!–. ¿Quién puede creer en la capacidad reformadora de un cacicazgo en decadencia como el que padece Chihuahua? A mi juicio, un panismo doblegado, entreguista, que capitanea en el estado Mario Vázquez. Ya es tiempo de que cuando se hable de reforma política se precisen sus alcances, porque suele suceder que sólo se alteran tales o cuales reglas para hacer más cómodo el reparto de poder y canonjías. El asunto viene de lejos: en la pasada contienda local este panismo claudicó de no pocas cosas que pudo obtener con cierta facilidad en los tribunales. Es el panismo grato que se agota en el trágico papel del jilguerismo, impensable a la luz de los mejores años del Partido Acción Nacional. Es grave que esto suceda porque en Chihuahua la democracia está herida de muerte, precisamente por la crisis de los partidos políticos en los que ya nadie cree, aunque sigan siendo indispensables e irremplazables.

Del PRD de Hortensia Aragón qué se puede decir que no se haya dicho: es el partido vendido y comprado por migajas, algunas de las cuales, si se quiere, ya eran patrimonio garantizado. Pero Aragón se va de largo y hasta hace el esfuerzo para que Duarte se vea plural, con espíritu de estadista, a contrapelo de lo que debiera ser su papel opositor, discrepante y crítico. Si esto sucede en el PRD, es porque esta izquierda está absolutamente divorciada de la sociedad, y cuando actúa por boca de esta diputada, no representa más que lo que esa diputada dice. Tanto es así que esa pluralidad que le ve a Duarte ya no se advierte ni como retórica al interior del mismísimo PRI, donde las fracturas existen aunque no sean obvias para el conjunto de la sociedad. El PRI, hoy, es un organismo fluctuante, que se expresa en un haz de intereses discrepantes, con el estilo y contenido mismo del duartismo. Pero eso que es el abecé de la política, no roza por la cabeza de la diputada, por más tablas que presuma.

Tanto el PAN como el PRD en este caso, están contrayendo una deuda histórica con los ciudadanos de Chihuahua, y tengo para mí que no lograrán pagarla. ¿O acaso piensan que en la elección del año que entra, o en la del 2016, los ciudadanos y sobre todos sus afiliados, les creerán sus discursos discrepantes con el PRI, después de las fervientes adhesiones que hoy le otorgan al cacique local? Atrás de estas comparecencias públicas se mueven otros intereses y dádivas, y una sola puñalada: la que se le da en la espalda a un sistema de partidos con sentido de genuina democracia. Pero ese es el juego que han escogido y frente a eso sólo nos resta decir: allá ellos, que se han puesto en vigilia cuando hay carne.

Mención especial requiere el caso de Miguel Salcido, presidente del STJ. Él, al igual que el presidente al que sustituyó, juega el rol de ujier o sirviente del mandamás. Se mueve a donde le ordenan, y lo hace con un cinismo desparpajado y auxiliándose de mentiras tan descomunales como esa de que en Chihuahua se ha dado el insólito caso mundial de la recuperación de la seguridad y la legalidad en tiempo récord. Si viviera Juan Orol lo contrataría para un buen churro caribeño. Cuando uno escucha o lee discursos como el de Salcido, se percata de bulto de el por qué del desprestigio de la retórica. Pero no solo, también de la mala o pésima retórica. Al hablar bien de su jefe, patalea a la institución de la división de poderes; pero qué otra cosa se puede esperar de quien llegó al cargo valiéndose de una ley especial o traje a la medida y de la complacencia de magistrados levantadedos.

Para Duarte todo fue un éxito. En términos beisbolísticos, cree que en el cuadrado del patio central del palacio de gobierno cabe la casa llena de Chihuahua. Jamás imaginamos que el presumido estado grande cupiera en el espacio que ocupan una cuantas baldosas. Pero eso es lo de menos, lo demás, lo más grave, es que a estas alturas de su decadente periodo nos venga a ofrecer “total transparencia”, “renovación” de su administración, “reformas” para el futuro, mano dura contra “malos funcionarios”, “transparencia y rendición de cuentas”, “apertura” en adquisiciones y licitaciones de obras, “austeridad” y “paz”. Me parece autoevidente que todo esto es mentira, que son cosas que se pueden decir porque se tiene lengua. Pero basta una muy sencilla pregunta para desvirtuarlo: ¿en qué tiempo lo va a hacer?, porque los mandatos constitucionales duran seis años pero se acaban antes. Y aun otra: ¿por qué no lo hizo antes?

A mi juicio no hay duda: el miedo y la desesperación carcomen al cacicazgo.