Columna

Una carta de Tolstoi que cambió el mundo

El género epistolar no ha muerto del todo, pero ya no es lo que fue. En el reconocimiento general, se le da en proceso de extinción y a la vez no pocos proclaman su muerte y datan su funeral en el marco del mundo contemporáneo, a consecuencia del predominio de las tecnologías de la comunicación, redes sociales, correos electrónicos y todo lo que se pueda agregar.

Tengo para mí que esto es un contratiempo para la cultura en general, en especial una pérdida para la posibilidad de escudriñar en un plano intimista aspectos trascendentes de la vida y la historia misma.

Soy aficionado a leer correspondencia que se publica en volúmenes de personalidades notables, porque nos dan cuenta de manera espontánea de criterios y datos que aquejaron, en su momento a políticos, científicos, filósofos y escritores que quedaron plasmados en cartas escritas que no tenían el propósito de ser publicadas, y cuando las leemos en ediciones críticas, o simplemente en reproducciones de otra índole, nos explicamos una gran cantidad de cosas significativas que se desprenden de textos que ni siquiera sus autores sabían de la futura importancia.

Todas estas palabras me las ha provocado hoy la lectura reciente de Cartas de León Tolstoi, contenidas en un pequeño libro recopilatorio de misivas espigadas de entre una cantidad enorme de textos de este carácter que escribió el importante literato ruso a sus contemporáneos, entre ellos los zares de todas las Rusias, a los que trataba más allá de su investidura como seres ordinarios.

El libro que tuve a la mano en realidad es un pequeño volumen que poseo desde mediados de la década de los ochenta, que da cuenta de las relaciones que mantuvo el escritor con figuras de la dimensión de Tchaikovsky, Herzen, Mazzini, Turgenev, por enumerar algunos.

De todas esas cartas sobresalió en mi atención una, la que envió a un abogado originario de la India colonial en el año 1910, en la que Tolstoi empieza por dar cuenta de que recibió, procedente de Sudáfrica, la revista Indian Opinion que alentaba la lucha contra la discriminación racial y preconizaba los derechos civiles. Fue esa revista un órgano del naciente movimiento fomentado entre los migrantes indios a la tierra de Transvaal donde se les maltrataba en condiciones de servidumbre y en calidad de bestias.

Un desconocido líder que se iniciaba en el activismo político pidió el consejo al notable escritor que en 1910 ya tenía un lugar muy bien ganado en el mundo de la literatura con obras como Guerra y paz, Sonata a Kreutzer, La muerte de Ivan Illich, entre muchas otras. Desde su natural modestia, Tolstoi no tuvo ningún inconveniente en contestar e hizo, en una carta, una contribución fundamental en el mundo de las luchas contra el colonialismo, el racismo y la discriminación.

En esa carta Tolstoi se alegra de enterarse y saber que había adeptos a la “no violencia” dictada por la doctrina del amor entre los seres humanos, sin distinción, y que luego no se asimila por el “enredo de las falsas doctrinas del mundo”. Hace un recorrido por los aportes del cristianismo y subraya las contradicciones del mismo, porque en la cristiandad se propaga también el “derecho” a la resistencia violenta, que abre paso a la justificación de la violencia, la prerrogativa de matar en guerras e imponer, por esa causa, la ley del más fuerte. Aquí se señala el papel de los gobiernos que se arrogan la violencia para sí, y a través de ahí prevalecer en su dominio, cimentado en esa absurda ley del más poderoso, descarnada justificación del dominio de los gobernantes.

En esa carta, Tolstoi refiere “el incremento del lujo demencial de los ricos y la miseria de los pobres”, y por ese camino reconocía como esencial que en el “fin del mundo” hubiera activistas que se proponían la lucha a través de la resistencia no violenta a la opresión del colonialismo. Tolstoi cuestiona la tergiversación del cristianismo y confía en que eso se superará, y subraya que está en presencia del viejo problema: “ser o no ser”.

En 1910 el genio ruso estaba a un paso de la muerte. Vivió para recibir la denostación de Lenin, el futuro líder la Revolución rusa de octubre de 1917, con todas las descalificaciones imaginables, en la tinta fuerte que usaba el fundador del comunismo soviético, en contra de sus oponentes o simples discrepantes.

Casi al mismo tiempo, un desconocido que por carta buscó un consejo en un sabio que vivía en otra cultura, recibió una respuesta, a pesar de los miles de kilómetros de distancia que los separaba, y a nombre de un “insignificante” periódico publicado en un punto perdido del inmenso imperio británico, que se veía como incontrastable por su expansión en el mundo y su predominio en todos los mares del planeta.

Ese periódico era el instrumento de un grupo de indios, capitaneados por un novel abogado: Mahatma Gandhi. A partir de ahí empezó a consolidarse la filosofía de la resistencia no violenta que ganó batallas enormes y memorables, empezando por la independencia del subcontinente de India, la derrota del apartheid en Sudáfrica, por el talento y entrega de Nelson Mandela, y el reconocimiento de los derechos civiles en Estados Unidos bajo la égida y sacrificio de Martín Luther King.

Y todo por una carta, timbrada y fechada en el buzón para ponerla en manos del destinatario exacto y fecundo.

Hoy pocos recuerdan a Lenin, la Unión Soviética desapareció, y una modesta filosofía ha demostrado que no todo está dicho, tratándose de la redención humana.

Grandes hazañas se logran con pequeñas acciones.

Por eso las cartas debieran aún ser semillas de este mundo.