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Sí, el municipio es primero

Espero, como muchos, que no sea demasiado tarde. El crimen organizado –enemigo que está en todas partes– se ha apoderado del territorio de una manera exponencial y lo ha hecho infiltrando a la institución municipal.

Los delincuentes hoy compran partidos políticos, cooptan e imponen candidatos, ajustan sus proyectos de manera pragmática, controlando desde ese espacio básico del diseño constitucional dos lugares preeminentes: obras públicas y, sobre todo, a las policías municipales.

Con esto último obtienen uniformes oficiales para aparentar lo que no se es y la posibilidad de cambiar armas viejas y oxidadas por instrumentos sofisticados que otorgan capacidad de fuego para los aviesos fines de violencia y dominación.

Esa es, en parte, una de las explicaciones de la muerte del alcalde de Uruapan, Michoacán, Carlos Manzo. El crimen no permite que en la célula básica del poder territorial esté instalada una autoridad genuina que le haga frente a la ingente tarea de proteger a la población en un aspecto central: lograr la pacificación, protección de los productores, la seguridad individual y comunitaria y sus bienes, sobre todo cuando son fruto del propio trabajo.

La regla nefasta de hoy es: municipio que juega limpio es municipio que se pone en grave riesgo. Y eso debe terminar.

No se trata de enviar tropas y policías, sino de multiplicar el esfuerzo propio de la esencia de esta institución que está en todo el territorio nacional.

En eso deben estar actuando los poderes federales y los de las entidades. Ya basta de que nos digan unos y otros que la seguridad no se debe politizar cuando en realidad es el principal tema político del país, tanto en lo interno como en la dinámica de la política exterior frente a un intervencionista como Donald Trump.

La presidenta Claudia Sheinbaum debe empezar por corregir su lenguaje y dirigir la batería de su propia autodefensa a enmendar los errores de su joven sexenio y no culpar a los agentes del pasado. Eso desdice mucho de su presunción de científica, puma universitaria, y se olvida de su calidad de jefa de Estado.

Sin duda y en su exacta dimensión, el homicidio de Carlos Manzo tiene tintes de magnicidio, si bien puede ser un exceso compararlo con el de Colosio, por una parte. Por la otra, en esa calidad del crimen se ha oscurecido una crítica que es necesaria y se refiere a nuestro régimen jurídico de facultades expresas y limitadas, reconociendo también que hay una desesperación en las regiones por el vacío de poder estatal que impele a caminar por las sendas de los hechos, desvinculándose de dos aspectos: que existen las leyes leyes y que media una limitación creciente de la acción municipal. No es, pues, un problema de voluntarismo.

No creo que la presidenta logre aquellos supuestos diseñando un plan de circunstancia para esquivar su primera gran crisis, como el que en su momento intentaron Calderón y Peña Nieto. Su afán polarizador, por desgracia, le sigue dando popularidad. Pero eso se acaba y no es deseable que cuando llegue sólo haya ruinas.