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Prisión y jardín de infancia, retrato de Svetlana Alexiévich sobre el socialismo soviético

“Mi diagnóstico es… ¿Quiere oírlo? Una mezcla de prisión y jardín de infancia: esto es el socialismo. El socialismo soviético. El hombre entregaba al Estado el alma, la conciencia, el corazón, y a cambio recibía una ración. La ración de Chernóbil. La gente, en cambio, ya se había acostumbrado a esperar y a quejarse: ‘Yo soy de Chernóbil. A mí me corresponde porque yo soy de Chernóbil’”.

(Guenadi Grushevol diputado en Bielorrusia y derechohumanista).

¿Premio Nobel de Literatura 20015? Sí. La bielorrusa lo logró con talento, legitimidad humana sobrada y harto sentido común. Boris Pasternak, en su tiempo soviético, fue obligado por Nikita Jrushchov a declinarlo sin leer una sola línea del Doctor Zhivago. La obra de la periodista galardonada es como una señal al lado del camino que obliga a hacer un alto a toda la humanidad para responder a la pregunta ¿realmente queremos llegar a alguna parte que no sea la barbarie?, principalmente; y de manera particular, interrogarnos sobre la función de la literatura.

Hago un rodeo: escribiré de una posguerra que parte de 1945 y que se vivió de manera diferente en todas partes, aunque me referiré a una, en Francia, con Sartre como intelectual en el centro, y otra en la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS), con la obra de Alexiévich. Ese rodeo deviene de nuevo en interrogante: ¿es posible escribir -literariamente hablando- sobre Chernóbil, para tomar la figura que empleó Theodor Adorno, teniendo como escalofriante telón de fondo el desolador escenario de terror y exterminio que se sintetiza en una palabra: Auschwitz?

Francia no vivió el drama de la URSS ni durante la guerra, ni después. Para el país galo, sin duda, fue más dolorosa la de 1914-1918. Sin embargo, en su situación, Sartre escribió “¿qué es la literatura?” y entregó páginas y reflexiones memorables con las que se puede estar o no de acuerdo, ya que para los fines de este texto para mí es una reflexión con pretensiones comparativas. Alexiévich, en cambio, vivió y da cuenta de dos grandes cataclismas; escribe sobre ellas dando auténtica voz a las víctimas y a todos: el derrumbe del que se creía todopoderoso mundo soviético. Es la visión de cómo naufragó el socialismo del siglo XX; pero va mucho más allá, porque para ella eso es poco frente a la tragedia cósmica que significó, y significará por milenios, Chernóbil, a partir de la catástrofe sucedida en la central nuclear Vladímir Ilich Lenin, en Ucrania, el sábado 26 de abril de 1986, durante una prueba en la que se simulaba un corte de suministro eléctrico, pero donde el registro de un aumento súbito de potencia en el reactor 4 produjo el sobrecalentamiento del núcleo del mismo, lo que terminó provocando la explosión del hidrógeno acumulado en su interior. Como se sabe, la cantidad de materiales radiactivos y tóxicos expulsados fue 500 veces mayor que el liberado por la bomba atómica arrojada en Hiroshima en 1945. El accidente de Chernóbil causó la muerte inmediata a 31 personas y forzó al gobierno de la Unión Soviética a la evacuación repentina de 116 mil habitantes, provocando una alarma internacional al detectarse radiactividad en al menos 13 países de Europa central y oriental. Se recuerda permanentemente la caída de la URSS, pero hay una actitud de olvido de la catástrofe nuclear, el cataclisma del siglo XX que se extenderá por un tiempo que no se ha podido medir.

La obra de Svetlana Alexiévich es abierta, punzante, y contribuye a redefinir cómo se enfrentan, en dos momentos de la historia de la humanidad, las consecuencias de guerras devastadoras y la caída de sistemas políticos que se creían inconmovibles. De ahí la reflexión sobre la literatura, porque el filósofo sí la aborda de manera expresa y de algún modo contribuye a la mejor valoración de la periodista recientemente premiada por la academia sueca, que dicho sea al paso, no se ha propuesto ni teorizar ni filosofar sobre su quehacer, aunque en las páginas de su vasta obra estén imbíbitas ambas cosas, tocando al lector extraerlas. Sí, porque, siguiendo la idea sartreana de un vaivén dialéctico, cuanto leo, exijo; lo que así leo, si mis exigencias quedan satisfechas, me induce a exigir más al autor, lo que equivale a exigir al autor que me exija más, esta cita libre del filósofo no es ni candorosa ni ingenua: nos hemos encontrado con lectores de la obra de Alexiévich que le reclaman con vehemencia no haber comprendido a sus miles de entrevistados, porque su obra es eso, un voluminoso testimonio obtenido simplemente con una grabadora y una pluma que se empeña por recuperar la memoria de la tragedia humana de la que venimos hablando a partir de sus primeras e inmediatas víctimas. Así, esta obra es una interpelación a cuantos la lean, y especialmente a quienes vieron en la construcción de la URSS la mejor alborada de la humanidad cuando aún no se apagaban los fuegos de la Gran Guerra y carnicería en que se convirtió Europa a partir de 1914.

Los comunistas, donde estén, y los excomunistas, tienen ante sí una reconvención ineludible, por más que algunos se nieguen a comprenderlo. Lo de menos es que discutan los merecimientos para un premio de fama mundial; seguro estoy que la periodista, siguiendo un camino que fijó Churchill, ni lo buscó, ni lo declinó, y mucho menos lo presume. Ese no es el problema. Sí en cambio, escudriñar las portentosas verdades que duelen.

He leído recientemente buena parte de la obra de Svetlana Alexiévich, con especial atención El fin del “Homo sovieticus”, La guerra no tiene rostro de mujer y Voces de Chernóbil, todas de recientísima edición en español de diciembre de 2015. Desde los títulos mismos se advierte la miga de un análisis de situación sin precedentes. Para nada es caprichosa la guía que se sugiere con ese orden. Los bolcheviques, con Lenin, Trotsky y Stalin, fundaron la URSS convencidos de que estaban iniciando una era que iba a prodigar un gran paraguas protector de toda la humanidad. Lo hicieron a nombre del proletariado y armados, en su visión particular, con la orientación espiritual de Carlos Marx. En la hora fundacional dijeron dejar atrás los arranques histéricos -de los que muy pronto iba a dar muestra el totalitarismo en Italia y Alemania-: “Lo que nos hace falta -dijo Lenin- es la marcha acompasada de los batallones de hierro del proletariado”, porque abrigaban con toda la ética-convicción de que había que “conducir a la humanidad con mano de hierro hacia la felicidad”. Dejo de lado hablar de un proletariado que sólo sirvió para sustituirlo y de retórica vacía, para detenerme un momento en esa pretensión insensata de transformar al hombre que está implícita, como piedra angular, prácticamente en todos los totalitarismos que azolaron al mundo durante el siglo XX y que si hoy va en retirada, aún pervive en este momento en varias regiones del planeta.

A la hora de la creación de la URSS se escuchó muy fuerte la voz de una mujer, Rosa Luxemburgo, quien al observar la disolución de la Asamblea Constituyente, que pudo haber sido la fundación de una democracia republicana, acusó puntual una desviación que, pasados los años, significó sanguinarias guerras, hambrunas, desplazamientos, gulag, trabajo forzado, sofocamiento de identidades y vidas nacionales en una gran cárcel de los pueblos. Se fundó un régimen totalitario, se proscribió a todos los partidos, para dar paso al único partido de Estado, constitucionalmente rector de todo. El socialdemócrata Kausky también alertó y con él otros. Fueron acusados de renegados, apóstatas y traidores. Hoy muy pocos les conceden la razón, así sea de circunstancia histórica memorial. En El fin del “Homo sovieticus” se describe con voces vivas que supuran dolor por todas sus palabras, el consuelo de un apocalipsis que empieza a narrarse con los rumores que se escucharon en las calles de 1991 a 2001, y particularmente en las conversaciones en la cocina. Sí, en la cocina, a un lado del calor de la estufa y de los muros que confinaban a hombres y mujeres a aproximarse a una interpretación de sus vidas con palabras que no pudieran escucharse en ninguna otra parte, porque hasta hablar podía abrir el camino al gulag o a la pérdida de magros y elementales derechos escalafonarios. Pero en ese rumor también se escuchaba la defensa de la dictadura, el conformismo, la aceptación de los verdugos por las víctimas y también la llegada, entre aceptación y rechazo, de un Gorbachov que venía a liquidar la negra época de Brézhnev, Andropov y Chernenko, los jefe de la burocracia gerontocrática, la petrificada, terrible y acerada nomenklatura. Demasiado tarde. Los males ya se habían consolidado, la URSS se había quedado rezagada prácticamente en todo: en una debacle económica pocas veces vista que se agotó en la construcción de un poderío militar insostenible que se deshonró completamente en las intervenciones militares a Hungría y Checoslovaquia, pero sobre todo que se arrastró en las arenas de Afganistán.

Gorbachov lo dijo cuando visitó Roma en 1990 y habló en su Alcaldía: “La salida está en hacer la vida más densa espiritualmente, en reconsiderarla como una actitud del hombre ante la naturaleza, ante sus semejantes y ante sí mismo. Urge revolucionar las conciencias”. Por palabras no quedó. Y las palabras que realmente valen son las que se recogen en El fin del “Homo sovieticus”, porque son palabras que surgen de adentro, cuando “nadie mira al cielo en primavera”. Algunas de estas culpaban al tiempo, pero las más decían verdades desgarradoras, como las de aquella madre que pronunció: “¿Qué cree -le pregunta a la periodista- que hacía cuando la niña se quedaba dormida una media hora? ¿Qué hacía yo, muerta de sueño y atormentada como estaba? ¿A qué dedicaba ese rato? Llevaba un ejemplar de Archipiélago Gulag bajo el brazo y lo abría enseguida. Tenía a mi hija a punto de morir sujeta de un brazo, y el libro de Solzhenitsin abierto en la otra mano. Para nosotros, los libros reemplazaban la vida. Ése era el universo en que vivíamos (…) Después las cosas dieron un vuelco… Y bajamos a la tierra. La sensación de felicidad y euforia terminó de repente. Se acabó de golpe”. En otras palabras, la búsqueda ardua de un sentido para la vida y la sociedad ocupaba la mente con recuerdos, de añoranzas que se suplían con historias impuestas de manera totalitaria.

Inútil es confrontar estas ideas contra los textos de los fundadores soviéticos. Ciertamente a la caída de Gorbachov y su perestroika y glasnot llegó Borís Yeltsin -en medio el fracaso de un golpe militar encabezado por Guennadi Yanáyev- y sustituyó la utopía del horror soviético por la llegada del mercado, la corrupción, los gángsters, la mafia rusa, la violencia y el individualismo desbordado. Y no era para menos, cuando se reconoce la referencia en un testimonio de la escritora Susan Sontag que dijo a su tiempo que “el comunismo es el fascismo con rostro humano”. La URSS devino en el hervidero y conflicto bélico entre nacionalidades y aparecieron en escena los ucranianos, los uzbekos, los rusos mismos, ubicados en la cristiandad, y toda la gama de estados con predominio islámico. La democracia exigía hombres y mujeres libres, pero en Rusia no los había, ni los hay. Pero no debe causar sorpresa, por ejemplo, que la corrupción llegó bajo el dominio de Yeltsin, si nos hacemos cargo de que la URSS misma era la corrupción.

No se le puede reclamar a este libro y a su autora absolutamente nada, salvo que se le emplace a ser una conformista y panegirista de un pasado bochornoso. Para eso no hay argumento plausible. Sería tanto como que el lector se regateara a sí mismo su capacidad de libre. Y aquí quiero continuar -sé que falta mucho por decir- con el libro La guerra no tiene rostro de mujer. Se trata de un texto que se lee con lágrimas en los ojos, no nada más porque devela la deliberadamente preterida capacidad guerrera de la mujer en un escenario tan adverso como el que tuvo la URSS a la hora de la invasión de la Alemania nazi y el inicio de la respuesta patriótica, aun pasando por alto el hecho de que fue Stalin el que aniquiló al mejor personal de mando, a la élite militar, y que de no suceder esto por las infinitas purgas y crímenes políticos, el desastre del 41 a lo mejor no habría ocurrido, como dice una de las voces femeninas, que también recapitula sobre la colectivización forzada de 1937, del gulag, los exilios, y que termina un estrujante párrafo reconociendo que después de la guerra aquello se olvidó: “La victoria lo eclipsó todo”. A ese testimonio, producto de la desinformación que padecieron los habitantes de la URSS durante décadas, no se añade, y esto es esencial, que fue en territorio de la URSS y con protección de su dictadura, donde los belicistas y matones prusianos que luego acaudilló Hitler, se rehicieron de las armas que el Tratado de Versalles les había negado.

Los testimonios que rescató Alexiévich en este libro hablan del heroísmo, de lo terrible que es la guerra, del arrojo de las mujeres a las que se les regateaba ir al frente de batalla, a Satlingrado por si fuera poco; de cómo acometían la labor de zapadoras en la que no se podía sobrevivir más de tres días, de las labores sanitarias de enfermería y médicas, del olvido del amor en paralelo al deseo de sentirse bellas, de la ausencia de burdeles en el frente de guerra y del respeto generalizado a las mujeres. Sí, grandeza, si se puede imaginar. Pero la escritora seguramente se guarda para sí el dolor y la reflexión que estos testimonios provocan, porque en su afán está el reconocimiento de que hablen las que estuvieron ahí en ese infierno. Ella, Alexiévich, nació en la modesta Bielorrusia que se rehacía en los escombros de la guerra, pero sí evoca, en un testimonio brillante, a los ruiseñores que se fueron cuando estalló la invasión y regresaron tres años después. Los ruiseñores regresaron cuando la gente empezó a reconstruir sus casas y en el momento en el que las flores se convirtieron en un recuerdo a la guerra, durante la cual no se recogían sino para las tumbas de los compañeros caídos. Es esta narrativa aporte de un periodismo inédito y profundo, esencial y preciso, como pocos.

Reflexionando en esto, recuerdo que hace décadas una de las mejores defensas de la URSS es que había salvado a la humanidad del nazismo; resultaba emblemática la bandera de la hoz y el martillo en la torre del Reichstag de Berlín. Claro que el hombre soviético jugó un papel central para detener a Hitler, con el que Stalin previamente había pactado (acuerdo Ribbentrop-Mólotov), en un hecho histórico que deshonró al socialismo; pero de eso no se sigue a la conclusión de que Estados Unidos-Inglaterra no hayan jugado un papel central, encabezados por líderes que lo mejor del pensamiento reconoce: Roosevelt y Churchill. Había comunistas en estas tierras que hubieran deseado morir en la batalla de Stalingrado y sellar con sangre su carnet. Cierto: la URSS de Stalin se levantó como potencia militar e inició la senda de la era nuclear al desintegrar el átomo y crear su propia bomba de hidrógeno. País enorme convertido en potencia militar con pueblo sin pan de miga y de ningún otro. En aquel entonces y ya en medio de la Guerra Fría, en los Estados Unidos se empezó a hablar de átomos para la paz, y en la URRS de Stalin y todos los que vinieron después, se creyó estar a un paso de lograr la electrificación que Lenin consideró casi casi como la mitad del socialismo. Ni esto era posible ya, pero una tragedia sin dimensiones conocidas hasta ahora se atravesó en el camino de la URSS: Chernóbil, y de ahí al planeta.

Y si el libro sobre las mujeres guerreras se lee entre lágrimas, Voces de Chernóbil nos deja demudados, horrorizados, porque a partir de ahí la incertidumbre llegó para la humanidad. Otra vez los testigos se apoderan del texto y Alexiévich no les niega espacio, como sagaz reportera. “Está dentro de nuestra capacidad alcanzar y reconocer un sentido en este horror del que seguimos ignorándolo casi todo, ¿acaso Chernóbil llegó para que haya filósofos en el mundo?”. Eso sucedió cuando “en el comedor, donde les daban de comer, en la planta baja, donde se atendía a la tropa, servían fideos, conservas… pero en el primer piso, donde estaban los jefes, había fruta, vino tinto, agua mineral. Manteles limpios. Y cada uno tenía su dosímetro (un medidor de radiación). En cambio a ellos ni uno para toda la brigada”. Si el daño al planeta estaba hecho, poco importaban a Moscú las víctimas inmediatas de la tragedia, el cáncer, la leucemia; la muerte se había presentado en Chernóbil pero de manera cósmica llegó para quedarse en el plantea, quién sabe para cuánto tiempo, porque no hay forma de entenderlo ahora.

Los comunistas que gobernaban la URSS le dieron tratamiento militar a un suceso que no tenía esa característica, pero no sabía hacer otra cosa, el KGB buscaba el sabotaje en lugar de la propia responsabilidad de quienes estaban a la cabeza de la economía nuclear, y como todo, lo hacían con profunda ineficiencia y descuido. Sólo se castigó en privado a los guardagujas. Querían seguir repartiendo medallas de latón. En esa circunstancia la inteligencia de la naturaleza, sus flores, sus vegetales, sus lombrices, sus aves, sus abejas, habían comprendido que algo terrible había sucedido, que estaban frente a un apocalipsis y se fueron, migraron. En cambio, los liquidadores de la tragedia (así se les conoce a quienes asistían como socorristas), no gozaban ni de equipo ni de medios, por eso la radiación los abrazó. Los sobrevivientes fueron muriendo uno a uno, los niños crecieron y fueron a dar al psiquiátrico preguntando por sus padres. ¿Héroes o suicidas?, se preguntan, o víctimas de las ideas y la educación soviética. Hombres y mujeres olvidados que salvaron a su país, para luego ser olvidados. “Son unos héroes, héroes de la nueva historia”. Por eso Alexiévich nos dice que Chernóbil ha ido más allá de Auschwitz, mucho más allá del Holocausto, y si por decir esto recibió el Premio Nobel, qué importa si lo que ella hizo fue literatura u otra cosa. Nos reclama pero no tenemos nada qué reclamarle, porque es como un oráculo de los tiempos crepusculares que aquí están y que simboliza Chernóbil convertido en una pirámide y su sarcófago. Sí, así se llama la obra de acero y hormigón construida en 1986 para cubrir el bloque dañado de la planta nuclear. Pronto habrá una costosa edificación que se llamará Arca, con una altura de más de 1,500 metros (parecida a la torre Eiffel), los ucranianos la pagarán, en un intento de tener un refugio. La autora de estos libros no nos oculta que hoy, en este momento, ese sarcófago respira, respira muerte, y no se sabe cuánto tiempo se pueda contener su fuerza destructora cuando quede fuera de control. Esa es la diferencia con las reflexiones del notable filósofo del siglo XX.

Sé de cierto que hay añorantes del comunismo que no se dan cuenta que sólo pensaron la revolución en términos de poder. En cambio, los poetas que el comunismo nos vedó aparecen desgranados, así sea que estén o no a lo largo de las tres obras, lo que me permite sellar este texto con las palabras de Anna Ajmátova, de su Réquiem. Poema sin héroe:

Ahora sé cómo se desvanecen los rostros

Cómo bajo los párpados anida el terror,

Cómo el dolor traza en las mejillas

Rudas páginas cuneiformes,

Cómo unos rizos cenicientos y negros

Se tornan plateados de repente,

La sonrisa se marchita en los labios dóciles

Y en una risa seca tiembla el pavor.

Y no sólo por mí rezo,

Sino por quienes permanecieron ahí conmigo,

En el frío feroz y en el infierno de julio,

Bajo el muro rojo y ciego