Mientras grupos ultraconservadores recorren las calles de Chihuahua en marchas a favor de conceptos que contrastan con lo que se espera de una democracia respetuosa de los derechos humanos, especialmente de las mujeres, el mismísimo presidente de la Suprema Corte, Arturo Zaldívar, ha salido públicamente, y no es la primera vez, a denunciar –sí, a denunciar– que “conquistas que parecían irreversibles, como el derecho a la interrupción del embarazo y al matrimonio igualitario, están bajo asedio”.

En un oportuno artículo que el ministro publica hoy en Milenio, señala que “motivados por las victorias electorales de la ultraderecha, individuos y grupos extremistas buscan imponer una visión regresiva de las libertades, el género, la sexualidad y la familia” y que con ello “amenazan los cimientos de nuestra democracia”.

El artículo, denominado La ola antiderechos, puede leerse íntegro enseguida:

“En México y en otras partes del mundo enfrentamos una ola antiderechos. Conquistas que parecían irreversibles, como el derecho a la interrupción del embarazo y al matrimonio igualitario, están bajo asedio. Motivados por las victorias electorales de la ultraderecha, individuos y grupos extremistas buscan imponer una visión regresiva de las libertades, el género, la sexualidad y la familia. Con ello, amenazan los cimientos de nuestra democracia.

El movimiento antiderechos no es un fenómeno aislado. Es una red extensa de actores y organizaciones con influencia en diversas religiones, afiliaciones políticas y continentes. Tampoco son aficionados. Cuentan con los recursos suficientes para desplegar campañas de desinformación, explotar las preocupaciones de la gente y transformar su miedo en odio y rechazo por quienes son diferentes. En última instancia, la ideología del miedo se traduce en votos y los votos en posiciones de poder. 

Los avances de la extrema derecha en el mundo son relativamente recientes, pero han planificado sus victorias políticas por décadas, operando con sigilo y paciencia. Con frecuencia utilizan el lenguaje y las herramientas de la democracia para socavarla. Hoy vemos referéndums que someten libertades a consulta, partidos que promueven la segregación desde el poder, tribunales que desmantelan derechos y organizaciones que se dicen de la sociedad civil, que arremeten contra mujeres, personas de la diversidad sexual, minorías raciales, étnicas y religiosas, migrantes y refugiados.

Sin lugar a duda, el movimiento antiderechos amenaza profundamente nuestra democracia y ofende nuestros valores más fundamentales. Su retórica violenta y reaccionaria propicia la marginación, la segregación y la desigualdad estructural de ciertos grupos, cuyos miembros son estigmatizados y subordinados sistemáticamente. La deshumanización que propaga su mensaje abre la puerta, a su vez, a los discursos y los crímenes de odio, todo lo cual nos aleja de esa sociedad justa e igualitaria que anhelamos.

Es momento de tomar en serio esta amenaza. Aunque en años recientes hemos avanzado en la protección de la igualdad de género y los derechos de las personas LGBTQ+, el movimiento antiderechos también ha ganado espacio con su labor sigilosa y paciente. Si no actuamos cuanto antes para blindar los derechos en riesgo y denunciar el extremismo ideológico será demasiado tarde para defender los principios que unen y nos dan identidad.

Un primer paso es comprender adecuadamente el fenómeno: identificar su retórica, sus estrategias y tendencias a nivel global, para lo cual es fundamental la cooperación entre activistas de derechos humanos, instituciones públicas, organizaciones internacionales y academia. A partir de ahí, debemos confrontar su presencia y denunciarlo: insistir en que se trata de una amenaza real para los derechos, que sus adeptos están ganando influencia y ocupando posiciones de poder cada vez más importantes. Reconocer que no sólo constituyen un riesgo, sino que en algunos países ya han conseguido revertir derechos.

Asimismo, debemos actuar con solidaridad, pues no hay justicia desde la indiferencia. La sociedad, los gobiernos y las organizaciones internacionales tenemos una deuda histórica con los grupos que hoy están bajo ataque. Debemos defender sus causas y abrazar su lucha. Escuchar sus agravios y rechazar la retórica estigmatizante que niega o desconoce sus reclamos de justicia. Blindar específicamente los derechos de las poblaciones en riesgo, desterrar cualquier forma de violencia y discriminación en su contra, y garantizar la igualdad sustantiva para todas y todos ellos.

La ola antiderechos es fundamentalmente reaccionaria, pues busca mantener las jerarquías que históricamente han imperado en nuestras sociedades, y cuyos cimientos se empiezan a tambalear gracias a décadas de lucha en favor de los derechos humanos.

Nos corresponde redoblar el paso. Insistir en que todas las personas son iguales. En que todas y todos tenemos derecho a ser felices y perseguir nuestros sueños en libertad. Nos corresponde forjar una democracia incluyente, sin odio y sin prejuicios. Un futuro compartido, en el que todas las voces se escuchen con fuerza y nadie se quede atrás. Para lograrlo, tenemos que empezar hoy”.

Como puede apreciarse, los grupos clericales y de prácticamente todas las denominaciones religiosas, casi siempre con una oposición virulenta, marchan en reversa en Chihuahua, mientras el país aspira a respetar las libertades de las personas contra esa ola antiderechos.