La fotografía batalló para ganar un lugar en eso que llamamos “arte”, concepto que también tiene aristas que pueden hacerlo inasible para un reconocimiento que se pueda tener como única tierra firme y cimentar lo que deseamos como permanente por su trascendencia estética.

En estos días apareció la obra del fotógrafo Arturo Rodríguez Torija, 100 rostros culturales de Chihuahua, que me ha recordado un tema que me inquieta desde hace ya bastante tiempo.

En la época en que Daguerre, con el concurso de otros notables lograron abrir la senda para que las imágenes captadas en una cámara fueran permanentes, se advirtió, a querer y no, que había acontecido una revolución que llega avasalladora hasta nuestros días, y vale decirlo, sin pedirle permiso a los que angostan la concepción del arte a una visión establecida y tradicional, indiscutiblemente también de gran valía.

Me ha movido a extrañeza que Charles Baudelaire, en esos tiempos de iniciación, en la Francia de mediados del siglo XIX dijera: “Si se permite a la fotografía que supla al arte en algunas de sus funciones, bien pronto lo habrá suplantado o corrompido totalmente, gracias a la alianza natural que ha de conseguir en la estupidez de la multitud”.

¿Quién y quiénes son los que deben permitirlo?, ¿dónde quedaría la libertad para crear, y dónde esa mezcla, insoslayable, que liga a todas las artes al avance de la ciencia y la tecnología?, y cómo pudo ver esto con ojo crítico, a la luz de lo que el mismo autor de Las flores del mal sostiene, con relación al retrato en la pintura, cuando nos dice: “El retrato, ese género tan modesto en apariencia, necesita de una inteligencia inmensa”.

Porque si del retrato se habla, creo, y así lo sostengo, la fotografía se ha colocado a la vanguardia con sus propias fuerzas y sin necesidad de competir y mucho menos despreciar a la pintura, que reinó como única, y ahí están los museos y los palacios que hospedan al poder, que no necesitan gritarlo para que nos demos cuenta de ello, más en ese género llamado “autorretrato”.

La paleta, los pinceles y las cámaras fotográficas prevalecerán. Jamás en pugna, siempre en armonía y amistad. Solos o dándose la mano, logran avances de esplendor, y van por más. Empero, pocos tendrán ahora la oportunidad de que un pintor plasme su rostro y caracteres, a contrapelo de que millones de seres humanos en la actualidad obtendrán, vía las cámaras de sus aparatos móviles, las imágenes más íntimas y queridas, con una narrativa que causa inquietud por su proliferación mediante las llamadas selfies y todo lo que ello representa, incluido el tema de los egos personales a ultranza.

La obra de Arturo Rodríguez Torija ha permitido evocar, en la visión del escritor y poeta Alfredo Espinosa, a Heráclito de Éfeso, aparentemente para desmentirlo, al sugerir que una cámara tiene el poder de detener el devenir, pero sólo cuando está en manos del fotógrafo, en este caso del autor de la obra que comento, que al accionar su cámara y hacer clic, perpetúa un instante de luz y sombra plasmada en una imagen permanente. ¿Hecráclito o Parménides?, ¿O los dos? Y en el libro que registra los rostros de cien personajes de la cultura en Chihuahua, contribuye de paso a la extensión de una paideia que alimentará habilidades y virtudes.

En realidad, no hay que problematizar las cosas en demasía al comentar este libro. Impidamos que se imponga “esa manía que tiene la verdad de suplantar a la ilusión”, como lo dijo Julio Cortázar en La vuelta al día en 80 mundos. Si el libro de Rodríguez Torija tiene alma, es una ilusión, y va a contribuir al conocimiento de quiénes hemos sido y quiénes somos, no nada más de los 100 (algunos ya no están), sino todos los de aquí, de allá y más allá, porque la vida de las mujeres y los hombres, en este caso los 100, tienen el signo de no estar en el campo de la desesperanza, en el lado oscuro, y el ojo del fotógrafo lo advierte sin decirlo, y los textos que se adosan, redactados en buena parte por Lily Blake, lo subrayan.

La buena sombra del fructuoso árbol donde está Juan Quezada, Sebastián, Arturo Rico Bovio, José Luis Ordoñez, Enrique Servín, José Vicente Anaya, Rubén Mejía, Víctor Orozco y Jesús Vargas, de mis queridas Sagrario Silva y Laura Lee, del imprescindible Nacho Guerrero, Armando “Mandis” Núñez son, con muchos otros, presentes o ausentes en el libro, la expresión de la paleta tecnológica que se plasma aquí en blanco y negro por Rodríguez Torija en su libro, que seguramente será referente para argumentar en el septentrión de la patria que no nada más hay carne asada.

Este libro demuestra que en las coordenadas territoriales donde nos ha tocado vivir, no estamos como las mulas de noria, dando vueltas y vueltas sin moverse del mismo lugar. Pero no hay que regodearnos banalmente. De alguna manera estamos en una situación cultural muy parecida a aquella que vivió Pedro Henríquez Ureña en las postrimerías del porfiriato: nunca como ahora –ideas del gran dominicano– necesitamos normas, orientaciones, nuevo espíritu, definición de vida propia, porque ahora es indispensable una dirección, la ruta es múltiple y la organización de todo esto está amenazado.

En este libro de rostros ilustres, de retratos difíciles, confeccionados con talento y en la nada sencilla estética del blanco y negro, aparezco a secas como el político. No sé si es azar, y lo que más me preocupa es que la ira del poder haya erosionado esta importante actividad humana, que aunque se descrea puede ser fecunda para elevación del espíritu humano.

No me queda duda: este libro está en la línea marcada por Henríquez Ureña: “Tenemos que edificar, tenemos que construir, y sólo podemos confiar en nosotros mismos”. Así como lo hace la escultora Águeda Lozano, en su imagen: con armonía y movimiento que desafía la gravedad, al sostener su cigarro en la pipa sin que caiga la ceniza al suelo, vigilada con ojos cargados de escepticismo y desenfado que enamoran.

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RODRÍGUEZ TORIJA, Arturo. 100 Rostros culturales de Chihuahua. Primera edición. México, 2023.