El debate entre candidatos no ha salido de las rutinas que lo aniquilan. En primer lugar porque se les sigue concediendo a los empresarios la primicia de organizarlos, circunstancia que los exhibe como un estamento social, privilegiado, cuando lo importante está afuera, en las muy diversas capas de nuestra sociedad. En segundo lugar porque ni a debate llega. El mismo, en la experiencia de hace unos días en Ciudad Juárez, es un ejercicio acartonado y no se diga el discurso de los aspirantes. 

Se esmeran en leer una y otra vez los requisitos, en hablar de una urna de cristal donde están las preguntas de donde las obtendrá una “mano santa”, y luego vienen las intervenciones de los candidatos que semejan aquel muñeco llamado Don Roque, en manos del ventrílocuo Paco Miller, porque por su boca fluye lo que quieren oír los empresarios organizadores: que serán avales de los proyectos del futuro gobierno, que siempre irán de la mano de ellos, que les brindarán las oportunidades de los negocios, posponiendo los grandes intereses de la sociedad, que debieran ser materia propia del debate.

Loera, o de cómo sonreírle al poder económico.

No hubo eso, como tampoco equidad alguna entre los contendientes, ya que se eliminó con cierta facciosidad a otros con los que se puede estar en desacuerdo, pero no con su eliminación, porque eso sesga el resultado, ya que de entrada se estima que hay candidatos sin significación alguna. 

El debate es, o debe ser, libre; y las fuerzas políticas deben asumirlos así para hacerlos más amplios o restringidos, pero por voluntad propia, no por la selectividad empresarial, que se ha venido apoderando de estos espacios.

Los debates electorales en México no avanzan porque están sujetos a un asfixiante corsé. Se tiene miedo a deliberar, a hablar con claridad, a dirimir posturas, planteamientos y programas. Seguir abonando a esa práctica es sinónimo de atraso político e incomprensión por el sentido de la crítica, tan necesaria en un país como el nuestro. Con la precaria democracia que existe, sin embargo, hay que reconocer que llegaron los debates entre los aspirantes a los cargos de elección popular. Es una historia que empezó a despuntar a partir de los primeros años de la década de los noventa del siglo pasado, lo que significa un enorme rezago si nos comparamos con lo que reporta la historia de democracias consolidadas en el planeta.

Tengo la idea de que el debate electoral no es, como suele pensarse, para aplastar y avasallar al adversario, y si bien esto puede suceder, lo fundamental es que en un cara a cara la ciudadanía pueda ver desde el carácter y talante de los contendientes, hasta sus propuestas, los porqué de las mismas y la capacidad de demostrar su viabilidad, los cómo. Se trata, sin duda, de un acontecimiento central de toda campaña electoral, en primer lugar porque capta una gran atención de la audiencia ciudadana y los observadores; en segundo porque es la oportunidad de plantear las grandes cuestiones que afectan la vida de una sociedad.

Pero no hay que perder de vista, al menos, dos cosas de singular importancia: el que gana el evento no necesariamente está destinado a ganar la elección. La importancia está en lo que viene después, los recursos, en el más amplio sentido, que tienen los candidatos, partidos e interesados en sacarle todo el jugo a ese debate. En ese encontronazo puede resultar que el mejor librado objetivamente no sea el que cuente con los mejores recursos un día después y, entonces, el debate mismo se convierta en un hecho más del proceso electoral, con secuelas que van de lo nimio a la máxima ventaja. En buena medida en esto gana el que mejor pericia tiene para el desempeño estricto en el arte de hacer comunicación política.

El debate da la oportunidad de brillar u opacarse, insisto. Hay ocasiones en que brillan los demagogos, pueden impactar incluso, dar un gran paso hacia su elección, y contra ese riesgo hay que levantarse. Por eso insisto que el debate es un derecho de la audiencia ciudadana, más que un privilegio del partido o del candidato. Nunca nadie se debe alejar de una discusión, si la misma está planteada con sólido sentido informativo y de valoración futura del voto.

Aquí la democracia es talante de los actores que se involucran, sean partidos, candidatos o grandes propietarios de los medios de comunicación. El día del debate es tan importante como el día de la jornada electoral, porque precisamente ahí está el derecho esencial de los ciudadanos, en un caso para informarse de lo que piensan los protagonistas y, en el otro, para emitir un voto más informado.

Duele pensar que en el México de hoy el ciudadano común y corriente esté pensando en sufragar no en términos de lo que mejor conviene al país, sino simplemente hacerlo por la menos mala de las opciones.