Chihuahua está procesando en estos días el juicio penal oral por el caso del homicidio de la periodista Miroslava Breach Velducea. Al final, la justicia la está impartiendo un tribunal federal y la Fiscalía General de la República, que ejercitaron la atracción del caso y que en circunstancias ordinarias estaría a cargo del fuero común.
No sabemos aún cómo se perfila una sentencia definitiva, que en principio ha de condenar a Juan Carlos “M”, alias “El Larry”. Y seguramente otros posibles autores intelectuales escaparán al fértil campo de la impunidad mexicana.
Miroslava Breach fue una periodista muy activa en la escena chihuahuense, corresponsal, en diversos momentos, de publicaciones de la capital de la república. Fue una mujer que dejó huella en el ejercicio de su profesión y que supo, al alto precio de arriesgar su vida, meterse en camisa de once varas cuando se involucró el derecho a la información de la sociedad. Es, con otros y otras colegas, parte de esa cifra ominosa que ha convertido al periodismo en una profesión de alto riesgo, casi casi como corresponsal de guerra en un territorio inmerso en conflicto bélico.
Los edificios que albergan los tribunales federales en Chihuahua prácticamente están sitiados por un dispositivo policiaco que ha mostrado que las audiencias públicas, la máxima publicidad y la transparencia de estos casos son poco menos que nugatorias.
Adicionalmente a la causa penal, quien ha entrado en apuros es el gobernador del estado Javier Corral Jurado, durante muchos años amigo cercano de Miroslava, victimada por el crimen organizado del narcotráfico en una región de la que Miroslava era oriunda, lo que seguramente la dotó de mayores elementos cuando publicó cómo, durante las elecciones locales de 2016, los delincuentes se apoderaban, a través de candidaturas, de regiones de la zona serrana, donde hasta ahora se padece una especie de extraterritorialidad en la que estado y gobierno están ausentes.
Los apuros de Javier Corral tienen características tangibles, están a la vista. Lo más importante es que puede ser responsable por omisión al no haber prestado el auxilio y la protección para salvar la vida que se cegó, privando a la comunicación política de un activo inteligente y honrado. Se han mostrado evidencias de que el gobernador sabía del peligro, de las amenazas, de los riesgos y no actuó con la diligencia debida que dicta, indiscutiblemente, el conocimiento que él tiene de lo que esto significa y, además, de los medios en sus manos para disuadir o evitar estos crímenes.
La evidencia es fuerte y se complementa al estar involucrados tanto su partido, Acción Nacional, como adherentes o militantes al mismo en la ciudad de Chihuahua, particularmente en la región del municipio de Chínipas. Se suma a esto una grabación de audio hecha por algunos panistas a Miroslava, que procesaron como una especie de prueba para mostrársela a los delincuentes, lo que finalmente produjo dos resultados: ponerse ellos, los panistas, fuera de riesgo por las filtraciones de información que los delincuentes les imputaban, y el asesinato a mansalva de la periodista. Estos son hechos duros y evidencias que difícilmente se podrán desvirtuar con los medios y las probanzas legales dispuestos por el Código de Procedimientos Penales.
La familia de Miroslava sostiene, con coherencia y vigor, que el gobernador Corral estaba enterado de las amenazas, para deducir de eso que pudo haber tomado prevenciones protectoras y no lo hizo. La respuesta de Corral ha sido de ira, de considerarlas “embusteras” y de “mentir con todas las letras”, no sin antes expresar, casi con lágrimas de cocodrilo, una especie de lamentación porque se hayan decantado las cosas a ese grado.
Para el gobernador la posición de la familia significa que “evolucionaron hacia lo peor”. Y como suele suceder, da por argumento algo que desprecia la sociedad: que el asunto está en la competencia federal, que allá pregunten.
En diversos círculos de Chihuahua se sostiene ahora que el gobernador debiera pedir licencia y ser investigado, simultáneamente con sus correligionarios involucrados, porque de no ser así el vacío que dejaría la justicia en este caso sería mayor. Podrán decir mil cosas si se les llevara a juicio, incluso aducir la negligencia de su propio desempeño, aun si ocurrió en el contexto de no saber medir las consecuencias de actos frente a los cuales la única salida posible es la prudencia y la autocontención.
Esta circunstancia me ha hecho recordar la película The reader, escrita conforme a la obra de Bernhard Schlink, llevada magistralmente al cine, en la que encontramos a una responsable que prefirió alegar su culpabilidad para no reconocer su analfabetismo. Culpabilidad y vergüenza aderezan la historia.
Pero una cosa tengo clara: jamás se podrán considerar analfabetas los panistas que se inodaron en este caso, ni el derecho penal lo estimaría así. De la vergüenza para qué hablamos; el talante del gobernador está situado en la ira y es de esos que en efecto sí mienten para parecer víctimas.
Esperemos el veredicto.