Javier Corral es un demagogo contumaz. Como tal suele enredarse en sus propias palabras. De entrada, a los oradores de su especie, cuando ocupan cargos públicos de relevancia, hay que recomendarles que se hagan cargo de una enseñanza imperecedera: lo único que no se recupera es el tiempo, y aunque se busque el tiempo recobrado en las tareas gubernamentales, tal cosa es imposible.
Sus primeros años de este quinquenio perdido, los empeñó en una lucha anticorrupción facciosa y traidora de la orientación que se dio en la calle, en la batalla, en el debate, en la exigencia pública a través de las instituciones y el derecho por el brazo cívico que ha representado Unión Ciudadana. Puso su casa aparte con el afán de convertirse en el héroe reconocido de un reclamo anticorrupción largamente alimentado, especialmente en el estado de Chihuahua, y así negó y debilitó la denuncia de septiembre de 2014 que tuvo la virtud de desatar la resistencia, y a la postre derrotar la tiranía corrupta de César Duarte.
Privilegió esa tarea, insisto, pero lo hizo mal, en más de un sentido, especialmente pensando que la población resuelve sus necesidades y servicios públicos con la simple bandería de hacerles mella a los corruptos, tarea importante, sin duda, pero que se tradujo en el abandono de muchas otras esferas del quehacer público y se empeñó en todas aquellas que significaban un relumbrón para su personalidad; por eso siempre le interesaron las relaciones en la capital del país, sus disputas personales y su protagonismo electoral al lado del decadente Ricardo Anaya. Cuando el tiempo estaba a su entero arbitrio, lo asignaba a la cancha de tenis, o al campo de golf.
A los tres años cayó en la cuenta de que más de la mitad de su periodo gubernamental había sustancialmente tiempo perdido. Y sin ser un Hércules quiere cerrar como un huracán que todo lo mueve, sin darse cuenta, por su enajenación, que eso ya no es posible, menos si no se cuenta con los recursos financieros suficientes, con los obligados consensos que ha de obtener en el Congreso local, así sea que este se encuentre a su merced por la mediocridad de los diputados, en especial los de su bancada. En otras palabras, su quinquenio c’est fini.
Ahora nos habla de que hay un plan de inversiones, excluyente dicho sea de paso, para materializarlo “a tambor batiente” a finales de 2021, cuando esté entregando el mando en el Ejecutivo estatal. Y bajo esa premisa engañosa habla de millones que invertirá acá, millones acullá; habla sin ton ni son, y lo hace, como siempre, ante auditorios a modo, integrados exclusivamente por funcionarios y trabajadores del estado a los que se obliga asistir compulsivamente, que muestran una desgana enorme y que ya están cansados de los escenarios adornados con cortinajes azules, a media luz y con un reflector en el que aparece Corral con su tribuna de plástico cristalino –nada más falta que sea giratoria como la de Duarte– desde donde ejecuta sus clásicos ademanes histriónicos: ver el reloj, ajustarse el saco, desembolsar la hojita del discurso, quitarse y ponerse los lentes con matemática precisión, y falso desenfado, probablemente resultado de los ensayos que practica en casa.
Pero hay un hecho en este contexto que llama la atención por su miseria humana y moral. En dos actos públicos, al menos, ha hablado del Fondo de Reparación Justicia para Chihuahua, y llama la atención su enfoque. Lo tomo del correspondiente boletín de prensa que circuló profusamente en algunos medios:
“Lo vuelvo a repetir, lo más importante en el combate a la corrupción política no es perseguir a los corruptos per sé o llevarlos a la cárcel por llevarlos, lo más importante del combate es recuperar el dinero robado y devolvérselo a la gente con obras con valor”.
Aparentemente lo que interesa es lo utilitario, hablar de dinero que se va a recuperar para obras en favor de la gente, en este caso los pobres, los olvidados, los condenados de la Tierra. Corral presume un decreto gubernamental y personalísimo, queriendo marcar historia, ya dice que establece parámetros nacionales. Pero olvida lo esencial: dejar en los márgenes de lo recuperable, que es el diseño de los presupuestos, lo que debe marcar la pauta en cuanto al uso o destino que se dé a bienes que eventualmente se rescaten, porque se entendería que si tales rescates no existen, tampoco llegará auxilio alguno.
Aquí hay un problema de fondo: ni se sabe, ni se puede asegurar, que vaya a llegar el patrimonio robado; el mismo tendrá que pasar por decisiones congresionales de los que se olvida Corral, como si su boca fuera la medida de todo. Se olvida también de un par de aspectos: en primer lugar, que lo recuperado ingresará a la hacienda y de ahí a lo presupuestable, no porque él lo diga únicamente; por otra, que las herramientas jurídicas que emplea ni siquiera están firmes por el desbarajuste institucional que hay al respecto.
No, Corral, castigar a los responsables de los atropellos de la corrupción es un objetivo central en sí mismo. Tal y como se plantea, es una invitación a la verdadera impunidad, y una implícita renuncia a llevar a los tribunales y a la cárcel a los delincuentes de la estatura de César Duarte y de su ex secretario de Hacienda, hoy protegido del corralismo, Jaime Ramón Herrera Corral. Precisamente para que nunca más sucedan estas cosas, y si se vuelven a repetir, ya se sepa cómo les va a los delincuentes.
La desesperación por el tiempo que se perdió, debido a la desatención del cargo, lleva a Corral al discurso facilón, a prometer que al fin le apuesta al tiempo en que ya no esté en el cargo, y por tanto en el ojo público para recibir los reclamos. Es un fracasado vendedor de palabras, palabras y más palabras, como bien lo muestran las escalofriantes cifras de homicidios: casi 7 mil en lo que va de su administración, más 2 mil de las cuales se han registrado en lo que va de este 2019.
Lamentablemente es de deplorarse que en este comercio de errores se ponga en circulación una estrecha y vulgar visión de lo que es el combate a la corrupción política y, para colmo, hasta se presuma como ejemplo a nivel nacional. Y es que le ganó el espíritu duartista con aquello de que en Chihuahua “siempre estamos en primer lugar”, aunque la realidad lo desmienta cotidianamente.