Doy por sentado que para que haya democracia en el país se requiere un sistema de partidos. Es una afirmación que la podría suscribir mil veces perogrullo. El problema a resolver, más en estos tiempos, es cómo sostenerlos para que su acción sea permanente y consistente, más allá del perfil que asuman, de izquierda, de centro o de derecha. En nuestro país a los partidos políticos se les reconoce por la Constitución el rango de entidades de interés público; eso significa que más allá de la pertenencia o no a ellos, tanto sus acciones como sus omisiones nos afectan, y en ocasiones de manera severa. Si son públicos, no quiere decir que formen parte del Estado en calidad de burocracia; en cambio sí que están en la antesala de constituir gobiernos, lo que explica que en el corazón del sistema democrático, precisamente en su régimen, ocupen una posición central. 

Me preocupa el tema del financiamiento, de los recursos monetarios que le dan sustento a los costos de su actuación en la sociedad. Tengo como verdad casi absoluta que si los partidos no cuentan dentro de su capital, la participación altruista de sus adherentes ciudadanos poco serán confiables, pues lo que no tienen como fuerza espontánea, o consciente y gratuita al seno de la sociedad, tratarán de sustituirlo empleando otros medios que sólo se pueden solventar con dinero, sin detenerse a escudriñar su origen, menos cuando se transgreden principios jurídicos y de ética contenidos en las propias leyes, empezando por la Constitución.

En México, desde hace varios lustros, se ha optado por privilegiar los recursos públicos para sostener a los partidos, sin despreciar formalmente lo que se pueda obtener en las esferas privadas, a las que se le han puesto taxativas y limitaciones en la propia ley. Esto ha generado un malestar general  porque significa que de los recursos fiscales que obtiene el Estado –lo mismo en la federación que en las entidades de la unión– se destinan presupuestalmente recursos en efectivo que se miden de diversa manera, pero sobre todo tomando como base el apoyo popular en votos que obtienen en las elecciones. De tal manera que desde la bolsa que se presupuesta y pasa diseñada por los organismos electorales administrativos, se ciñe al principio de “tantos votos tienes, tanto dinero mereces”. Con esa línea han llegado a los partidos actualmente existentes enormes cantidades para resolverle a las organizaciones la atención cotidiana de sus aparatos, como lo que se destina en tiempos de campaña para las candidaturas que salen a disputar el favor ciudadano. 

Este sistema ha creado una deformación: partidos que sólo estiran la mano para recibir las prerrogativas y maquillar la contabilidad posterior. El PRI ha hecho verdaderos actos de magia a la hora de presentar sus informes financieros; corre fama de que es el que mejor informa, aunque es el que mejor defrauda. Como quiera que sea, todos reciben dinero público, y cada contribuyente debe estar consciente de que, simpatice o no con un proyecto partidario, de todas maneras una parte de los impuestos que pague van a ir a dar a partidos que hasta puede detestar. Pero los ingenieros de este sistema –están en todos los partidos– piensan que así se generarán premisas de mayor equidad. Dicen que el número de los votos no miente y que distribuir con esa base la bolsa es acatar la voluntad ciudadana. En la realidad lo que vemos son los partidos de nómina, pelean palmo a palmo cada cargo de dirección, entre otras razones por medrar de la peor manera imaginable, pues el parasitismo se apodera prácticamente de todas las organizaciones. En este marco, se cree que el erario es inagotable, un manantial de dinero que no cesa y que bloquea la construcción de ciudadanía.

Lo que los privados den a los partidos se limita en función de que la democracia podría sufrir una distorsión por el abismo que existe entre los potenciales contribuyentes que expresan su simpatía por alguno de ellos con sus cheques nominativos. Se piensa que eso tiene un límite y que los muy grandes, por más que quieran favorecer a alguna opción, sólo podrán hacerlo con medida racional, de tal manera que el poder que en sí mismo tiene el capital, no se traslade al tamaño de un poder político al que se aspira. Como quiera que sea, cuando ese dinero llega lo que hace es alimentar en muchos casos a las burocracias partidarias o los liderazgos personalísimos a modo. Pero está muy lejos de reflejar la cantidad que llega por debajo de la mesa. Hemos visto campañas políticas que se soportan en unos cuantos pesos, pero que en la calle se advierten como gastos exhorbitantes. Abundan estos casos. También se puede documentar, si se quiere ir a fondo, el dinero negro que llega a los partidos de procedencia delictiva, del crimen organizado, del narcotráfico. 

Aquí en Chihuahua hay municipios donde los hombres del lado oscuro de la sociedad compran las candidaturas municipales a la gruesa; los compromisos se pagan con facilidades y se garantizan con el nombramiento de puestos clave dentro de las policías o en los departamentos de obras públicas. Cualquier transgresión a estos convenios, que también son financiamiento a los partidos, se paga con sangre. El crimen llega para establecer extraterritorialidad, esferas donde nadie manda, salvo los patrocinadores delincuentes, desvirtuando uno de los principios básicos de la soberanía, que es depositar el poder en manos legítimas. 

Los partidos han expresado preocupaciones de diversa índole, en referencia a una nueva normatividad para la obtención de sus prerrogativas. Los que han estado en el poder (PRI, PAN, MORENA) suelen sugerir el adelgazamiento de los recursos porque están seguros de las enormes herramientas que les brinda la abyección de los administradores públicos, que no se comportan de ninguna manera con la neutralidad que todo Estado democrático reclama. Pero esto es de los dientes para afuera. Los partidos parasitarios (Verde, PT, PRD, MC, etcétera) siempre van a reclamar mayores recursos –dicen que la democracia cuesta– y se dedicarán a extender la mano para recibir mes a mes jugosos cheques, que ya después los contadores maquillen la contabilidad y los informes y hasta compren los servicios de empresas facturadoras. 

Ahora con MORENA en el poder se ha lanzado el desafío de que las prerrogativas a los partidos políticos se adelgacen sustancialmente, y el reclamo, tanto del PRI como del PAN, es que por esa vía se pretende “destruir” a los partidos y cimentar la nueva hegemonía o dominación que está en proceso de construcción. Hay quienes desde todos los signos han dicho que están dispuestos a recibir menos, pero en los hechos no se honran las palabras. 

Es pronosticable que no vaya a haber mayor alteración y que los partidos políticos continuarán soportados en la hacienda pública, como siempre ha sucedido con las leyes vigentes o con las que le precedieron. Parece confirmarse que si hay algo muy difícil de conocer es la vida interna de los partidos; es una historia que viene de lejos. 

La verdad, en este tema, es que mientras se mantenga el monopolio de los partidos políticos para la propuesta de las candidaturas sin siquiera establecer un sistema de elecciones primarias, que se correspondería con los subsidios públicos, existirá en el sistema de partidos mexicano todo menos partidos que se soporten sólidamente en la ciudadanía, que directamente y sin esperar nada a cambio dirijan, administren, la propia organización a la que pertenecen. En otras palabras, el sistema actual embona con la corrupción política y es absolutamente corruptor. En las democracias los partidos son de y para la ciudadanía y están al servicio de la sociedad.