Un gran déficit de nuestra vida pública es la inexistencia de un real sistema de partidos políticos, que debe estar en el corazón y esencia del régimen democrático. La elección de 2018, en esta materia, nos dejó un mayor rezago ante el fracaso en el que cayeron tres formaciones de la importancia en la historia contemporánea: el PRI, el PAN y el PRD, y el surgimiento de una nueva hegemonía que puede llevarnos, de nuevo, al partido casi único. Esto, de consumarse, hablaría de que el ideal de construir un sistema democrático en el país es una especie de tarea propia de Sísifo (subir una pesada roca a la cima de un cerro, para que se desbarranque antes de lograrlo, y volver a empezar, eternamente). O como se dice coloquialmente: estar condenados a ser mulas de noria: dar vueltas y vueltas sobre un mismo punto sin llegar a ninguna parte.

En la escena local de Chihuahua, que es la que trataré en esta entrega, ese panorama seguramente nos va a afectar. De esos tres partidos se puede advertir ya como pronóstico que tanto el PRI como el PRD huelen a cadaverina, y será muy difícil que resurjan para recuperar sus mejores momentos de éxito. En particular es deplorable que el de la Revolución Democrática haya atado su destino a la complicidad con el duartismo, que puso en escena a un trío de políticos entreguistas y traidores: Hortensia Aragón Castillo, Héctor Barraza Chávez y Pavel Aguilar Raynal. 

Por cuanto al PRI, y sin desconocer que sigue siendo un aparato con gran experiencia de poder y gobierno que puede concitar intereses fuertes en círculos empresariales y oligárquicos, temerosos de la 4T, es difícil que pueda levantarse del lecho mortuorio a que lo condenó el sexenio duartista, sus reyertas eternas, la muerte de las familias reales –incluida la casa nobiliaria Baeza– y estructuralmente su crisis de liderazgo concretada en una candidatura que caliente la sangre. Quién puede pensar a estas alturas de la desgracia crónica que un Alejandro Cano o un Omar Bazán puedan concitar un buen manojo de votos. Empero, soñar no cuesta nada.

Para los conservadores de Chihuahua, el PAN tuvo un cierto perfume que Corral se encargó de convertir, parafraseando a Sabina, en el “olor a colonia barata del (nuevo) amanecer…”. Por ese territorio azul, deslavado y en crisis, sólo se ve una candidatura que avanza, la de la señorita María Eugenia Campos Galván, a la que el Ejecutivo actual le profesa un cordial rencor. Cómo olvidar que le tiene su investigación penal por prebendas con la tiranía duartista, algo que se denotó en especial en aquella lacónica frase de tenor que alcanza el Do de pecho, pronunciada ante un grupo numeroso de abogados, señalando al ayuntamiento de la Campos como “el refugio del duartismo en Chihuahua”. Palabras graves, si las hay. 

Dentro del PAN, en ese marco no es descartable la hipótesis de que Corral esté pensando en una alternativa ante el peligro que le acecha; conjeturo que no le alcanzará su calidad de factor en la etapa previa del proceso electoral intrapartido y en el desenlace del mismo. Quizás estaría pensando en el senador, becario quinquenal, Gustavo Madero Muñoz; pero a decir verdad, basta pasear por cualquier calle para percatarse de cómo lo repudian, por las pequeñas cosas y por las grandes, como el Pacto por México, que suscribió con el presidente Peña Nieto y con el PRD del que escribí líneas arriba. Pero de que el PAN va a la elección, no hay duda; que le dará carácter estratégico a la mitad del sexenio lopezobradorista con la intención de asestar un campanazo nacional, tampoco. El PAN es pasado.

MORENA es más que un partido un movimiento y es previsible que así continúe. Si los éxitos de popularidad de la 4T continúan, encontrará ahí una fortaleza, y de ahí los empeños de López Obrador de estar en la boleta el día de la jornada electoral de 2021 o en las goteras de la misma. Pero es pronosticable que no habrá un voto en cascada como ocurrió en 2018, efeméride ahora tan festejada. 

MORENA irá a un cara a cara, a comprobar lo que es en realidad. La izquierda en Chihuahua siempre ha elevado sus votos en las elecciones federales y decrecido en las locales. El mismo comportamiento, democrático o no, de su desempeño futuro, le concitará ciertas fortalezas pero le restará otras. En MORENA, para no desmerecer en la trayectoria de reyertas propias de la izquierda, las contradicciones están a la orden del día. Obvio que ahora tienen un árbitro, como en su momento lo tuvo el PRI en Los Pinos, el presupuesto federal en sus manos, y un pastel tan grande que reconforta a los que no logran posiciones electorales. 

Pero eso no es obstáculo para conjeturar que las rivalidades personales van a afectarle, como ya se deja sentir en los malos gestos que se hacen Carlos Loera De la Rosa y el saltimbanqui Cruz Pérez Cuéllar. Del primero se escuchan las críticas que fácilmente se pueden prodigar a quien está pagando el noviciado en la administración pública, cuya curva de aprendizaje le puede costar tan cara que no la compense la cercanía que afirma tener con el presidente tabasqueño. Algo le falta. 

A contrapelo, Pérez Cuéllar tiene la destreza de quien se ha fogueado en las lides partidarias en una escuela electoral nada despreciable, por la experiencia que brinda, como es el PAN, que le dio la oportunidad de ser diputado federal, local y jefe de ese partido. Con esa historia lo rescató MORENA y lo elevó a una senaduría que le da aliento para la empresa de 2021. Su problema es que en MORENA se le ve como un extraño, un logrero, un hombre de la circunstancia que antepone sus proyectos personales de poder a lo que significa lo azaroso de una historia dentro de la izquierda.  

Pero a Cruz Pérez Cuéllar una historia local lo marca indeleblemente: su complicidad sexenal con César Duarte Jáquez, que alcanza un rango de tipo penal que Javier Corral le ha perdonado inexplicablemente, quizá porque es su compadre, y ya saben ustedes que esto tampoco se borra. Si por Pérez Cuéllar fuera, hoy gobernaría Chihuahua Enrique Serrano, al que le hizo el trabajo propio del esquirol, similar o en paralelo al de la faena que realizó Jaime Beltrán del Río, un hombre made in Unión Progreso. 

La pregunta pertinente es ¿qué hacer?, sobre todo si partimos de la premisa de que no todo depende del interior de los partidos. Están los políticos con poder que se dicen “independientes”, en particular Armando Cabada, que gobierna una ciudad dividida, en la que ronda el espectro de que no ganó con buenas artes su actual Presidencia municipal y su desprecio por la democracia participativa, exhibida con motivo de su “Juárez Iluminado”. Por su parte, Alfredo Lozoya dirige sus empeños desde Parral, un nicho que difícilmente puede crecer al ámbito de la complejidad estatal de Chihuahua; pero ahí está y ya levantó la mano.

Se requiere, a mi juicio, de la construcción de un proyecto alternativo, de alta sumatoria social y ciudadana, con un programa que privilegie el sentir federalista de los chihuahuenses, que pugne por la autonomía interior del estado frente al poder central, que se proponga una política social de grandes dimensiones, que sustente la base para la recuperación de la paz, más allá de la edificación de cuarteles con soldados disfrazados de Guardia Nacional. Y un plan de desarrollo económico, acompañado de una nueva fiscalidad hacendaria. Somos frontera y nunca como ahora se requiere una política estatal que piense en la frontera estratégicamente. Hombres y mujeres en búsqueda de una alternativa progresista, en la que programa y compromisos –con alta generosidad– se pongan por encima de la mesa para terminar prácticamente con medio siglo perdido en la entidad. 

Hay una reserva política en Chihuahua, invertebrada. Tal vez habría que pensar en elecciones primarias, que aunque no son obligatorias legalmente, en particular para los partidos permitirían una elección preliminar, auspiciando una mayor participación política, democratizando de paso a los propios partidos, que pueden estar en esta especie de renacimiento para Chihuahua, donde no veo de ninguna manera ni al PRI ni al PAN, y mucho menos a sus desgastados satélites.