El magistrado del Consejo de la Judicatura, Joaquín Sotelo, está en aprietos porque en su contra ha cerrado filas un poder arbitrario e ineficiente. La fachada es una división de poderes en la que ya nadie cree, en la realidad los conciliábulos donde se toman las decisiones. La gente de Corral y la de Pablo González ya decretaron que todo está bien, que entregarán papeles y todo quedaría en nada, algo así como que Joaquín es un inventor de mentiras y calumnias. 

Pero la denuncia y el hecho ahí están y la exigencia creciente de que se vaya al fondo en este caso, que afecta a un poder básico del estado. Como en toda investigación de este corte, están a la vista las posibles desembocaduras: se acreditan los hechos o se concluye que simplemente no los hay en la magnitud que se plantea en la denuncia. 

Pero más allá de que esto supone una fiscalía congruente con el derecho, que no existe con César Peniche, hay una evidencia que también puede ser delito y, en el menor de los casos, muestra de un uso perverso del poder y las instituciones para los reacomodos en el PAN. 

En lo particular, esta columna tiene la convicción de que el tráfico para el nombramiento de magistrados y jueces sí es, aparte de un comercio de ignorancia y caciquismo, una gran piedra en el camino para la construcción de un Poder Judicial independiente, autónomo y garante del Estado de derecho. 

Ojalá y no nos vayan a dar a comulgar una rueda de molino consistente en que Sotelo amaneció con agruras y se equivocó, y todo quede en una simple lucha entre carnales. Lucha, lucha.