La ceremonia del Grito de Independencia, tradicional y distante del ejemplo que puso Hidalgo en su curato de Dolores, no puede ni debe ser empleada para medir la popularidad y aceptación del gobernante que pronuncia las frases sacramentales en el balcón que más le plazca. Quien lo utiliza para eso, siendo generoso, a lo sumo es un actor político que cumple rituales y liturgias.

Históricamente fue la madrugada del 16 de septiembre cuando Hidalgo convocó al levantamiento independentista que estuvo a punto de triunfar rápidamente. Pero como no acostumbramos levantarnos temprano, la festividad posteriormente se pasó al 15 por una mala razón: el 15 de septiembre era el día de Porfirio Díaz; por decirlo de alguna manera, celebraba su santo, su mono, y desde entonces se generalizó una práctica que desechó propiamente la fecha real. Y cambian los tiempos y ahora, hasta el ejército le grita vivas a Agustín de Iturbide, sanguinario contra los insurgentes y padre de un efímero imperio.

Más prácticos, en la Universidad Autónoma de Chihuahua montan una festividad, apoyada en las “damas voluntarias”, el 28 de septiembre, justo el día de la “Consumación de la Independencia”, tradición de hecho a la que es afecta la derecha política.

Ciertamente la festividad del Grito es aprovechada, en un país con precarias libertades, para hacerles pasar un mal rato a los gobernantes odiados. Así le pasó al tirano Duarte Jáquez, como bien podemos recordar. Pero ahora, el gobierno del estado pretende asignarle bonos a Corral por su convocatoria: dicen y nunca lo podrán demostrar, que esta vez hubo mayores muestras de solidaridad, grande congregación y se miden contra el año pasado. ¿Cuál es el criterio para demostrar esta afirmación? Ninguno. Si fueron más o fueron menos quedará en el misterio. Pero de una cosa estoy seguro: fueron a la fiesta patria, no a ver los bigotes del gobernador.

Y si me apuran un poco, fueron a ver a Yuri, a Lila Downs, a los “talentos locales” –aberrante clasificación– y a tomarse unas heladas, comprar muéganos y sentirse hombres-masa, esto último como parte de la fascinación de los dictadores y demagogos, los enanos políticos de siempre.