El malestar en la política
Padecemos en México una hiperlegislación electoral. Todo apunta a que la clase política, básicamente la que ha detentado el poder en los últimos decenios, se ha decantado en favor de la abundancia de leyes y normas para reglamentar –podríamos decir: hasta regimentar– los procesos electorales (la vida de los partidos) a un nivel tan minucioso que precisamente produce el desacato, las más de las veces, a través del fraude a la ley, que no es otra cosa que ubicarse en un juego de apariencias de respeto a los dispositivos legales, para violentarlos de manera aberrante en no pocos casos.
Un ejemplo hace evidente esta afirmación: acabamos de pasar las “pre” campañas con candidatos únicos en los partidos (competían contra sus sombras). Ya estamos en una especie de limbo que precede a las campañas abiertas y formales, pero en esencia la pugna por conservar el poder, por el PRI, o defenestrar a éste, está a todo lo que da, más allá de lo que disponen normas que se dicen vigentes, pero no se acatan. Lejos está la legislación electoral de ser un camisa de fuerza.
En realidad todo esto hace un daño enorme y posterga la consolidación de nuestra precaria democracia. Estamos inmersos en una transición tan acompasada y larga, que ya hasta sus más elementales puertos de llegada no se advierten en el horizonte y, con escepticismo fundado, estamos ante la ausencia de una carta de navegación que brinde certidumbre a México en este momento de su historia.
Pareciera, por si poco falta, que las codificaciones que se ponen en práctica no son las de tipo electoral, sino las que se contienen en los códigos penales. Las acusaciones por conductas antijurídicas tipificadas menudean, al amparo de la enorme pugnacidad que hoy azota al país en ausencia de debates serios que tengan por contenido los proyectos que se proponen para el país. En este marco, tanto el perfil de los partidos, sus plataformas y programas y sus activos principales juegan un papel secundario. Lo que más importa son las acusaciones o presumir una trayectoria moral impoluta. Si como afirman algunos, el Estado, el poder, los partidos y la política ya no son lo que fueron, el ejemplo mexicano es desgarrador para coincidir lamentablemente con esa conclusión. En el fondo el patrocinio de la nefasta antipolítica está a todo los que da.
No nos hemos dado cuenta, con la amplitud colectiva que se requiere, de la crisis que padecemos, la inminencia de su prolongación por más tiempo, independientemente del resultado electoral, y las posibles desembocaduras que esa crisis pueda tener en el futuro mediato del país. Para entender esto es válido tomar en cuenta los modelos que ha configurado tanto la ciencia política comparada como la historia, de lo que Juan Linz, con otros muchos, llama “la quiebra de las democracias”, en alusión al surgimiento del fascismo durante la primera posguerra del siglo XX.
Estamos de manera más que prolongada ante la descomposición de un aparato que fue pieza clave del antiguo régimen que se configuró a partir de 1929 con la fundación del Partido Nacional Revolucionario, que a partir del poderío de Miguel Alemán cobró el nombre que cobijan las siglas del PRI. Todo apunta a que este partido entró –ahora sí, se afirma– a su gran crisis terminal, no nada más porque esté ubicado en la tercera posición de las preferencias electorales, sino porque como institución ya le queda claro a todo mundo que son inmensamente más los problemas que provoca que las soluciones que puede propiciar. La corrupción terminó por destruirlo con un cáncer plagado de metástasis en gran parte de las entidades federativas de la república.
José Antonio Meade es la confesión de que el PRI es inviable e impresentable, pues va de fracaso en fracaso por el país, presentándose como candidato oficial de peñanietismo del que no puede deslindarse, con la credencial que denota su vergüenza y en cuya charola dice “no soy del PRI”. Lo que empezó como tragedia hoy termina como comedia del género chico, y para posicionarse como partido recurre al empleo del Estado y sus instituciones para lanzar torpedos a las líneas de flotación de los barcos partidarios que se le atraviesan. Una vía que es evidente no le va a proporcionar dividendos, pero sí deterioro a la hora de su muerte.
En el otro ámbito, el de la oposición, las cosas no van mejor. La candidatura de Ricardo Anaya Cortés empezó haciendo agua: no se inscribe en la tradición del panismo histórico. Él es producto de una práctica política, similar a la que ponían en acción los güelfos contra gibelinos, de puñaladas traperas y venenos exterminatorios, traiciones y favoritismos, corrupción y proyectos descarnados de poder y, paradójicamente, un solo plan a favor del establecimiento político y económico en el que se deja ver que de ganar continuaríamos por la misma ruta que ha desvencijado al país.
Anaya Cortés reporta en su contra, hoy, una seria acusación, cuya limitante es el desprestigio del acusador que carece de toda credibilidad. Pero aun así, el lavado de dinero que se le señala debe de resolverse impecablemente en un tribunal, lo que es difícil ciertamente, pero de ninguna manera se puede subsanar por el solo hecho de aparecer flanqueado por dos políticos funestos como son Santiago Creel y Diego Cervantes de Ceballos, personajes de vida paralela con Gamboa Patrón y Beltrones.
Con Andrés Manuel Lopez Obrador se ha venido configurando una constelación política que deja más dudas que certidumbres, independientemente de que hoy esté atrincherado en las encuestas electorales como puntero. MORENA no es un partido político que aspire a formar parte de un régimen democrático, es un movimiento que depende de un liderazgo unipersonal, con una bandera anticorrupción que se recibe bien por la opinión pública y los ciudadanos, pero que no se anticipa con las modificaciones institucionales que se requieren para lograr metas, que de ninguna manera se pueden depositar en una sola persona, ni conviene que se depositen. Sobre todo si vemos el elenco del que se ha rodeado para hacerse del poder, desfondando al PRI y en parte al PAN, como táctica que puede dañar una estrategia en el eventual percance de una derrota del tabasqueño. Pocos creen que no refundarán la república los que, conforme al terminajo popular, la refundieron.
Que la organización puntera sea un movimiento y no un partido, que el PRI avanza hacia el naufragio completo y que el PAN continúe como partido del orden, de la mano de una izquierda claudicante, es una buena parte de las circunstancias que acompañaron el surgimiento de autoritarismos, dictaduras y, en el más peligroso de todos estos: los totalitarismos.
Mientras todo esto sucede, tenemos muchas leyes, el Código Penal sustituye al electoral y asoma la escalofriante propuesta de decretar una constitución moral. Peligrosa encrucijada la de México.
Adversario total de la antipolítica, no puedo menos que reconocer que hay malestar en la política.